sábado, 28 de abril de 2018

El periodista Tomás Hoyas, el galerista Evelio Gayubo y Antonio Redondo, recuerdan años después


     El periodista Tomás Hoyas recuerda, años después
                               (Barra del bar Terminal, Plaza de los Arces, altas
                               horas de la madrugada)

            Por entonces había dos personas en Valladolid que vestían siempre de negro: el poeta Eduardo Fraile, que era el poeta residente, por así decir, del café La Luna, y el pintor Jesús Capa, aunque Capa en verano cambiaba el negro riguroso por el blanco nuclear, zapatos incluidos. Fraile comenzó a publicar a comienzos de los 80, siempre con mucho primor formal. El propio café La Luna, en coproducción con el bar Minotauro, de la cercana calle del Santuario, editó de hecho un texto suyo, NOPOEMA, en 1985. Iba acompañado con un grabado original de Julio Toquero. Yo conservo un ejemplar. Capa tenía una galería de arte en Medina de Ríoseco, en la Calle Mayor…

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    El galerista Evelio Gayubo recuerda, años después
                              (Sala de exposiciones, descolgando cuadros. Interior/ día.
                              Tráfico de la calle López Gómez)

            Siempre me llamó la atención la seguridad interior, la fe en sí mismos, bueno, no sé si esa es la palabra, el íntimo convencimiento de que dedicarían su vida, y lo que hiciera falta, a su Arte. Los dos. Julio Toquero y Eduardo Fraile. No he visto casos como los suyos. Ya desde entonces, y eran unos chavales. A Julio pude ayudarle, hizo conmigo su primera exposición en galería. Pero Fraile ya había publicado un libro en el 82, cuando le conocí en una muestra que hice de los libros experimentales de Francisco Pino. Mi sala entonces se llamaba Siena, y era también floristería. Estaba un poco más atrás, en esta misma acera. Y bueno, en el café La luna, siempre se le podía encontrar allí. Era como su estudio. La lucidez, la visión privilegiada de lo que iba a ser su camino. Y la valentía, la determinación casi suicida de que lo iban a seguir, pasara lo que pasara, hasta el final.

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    Antonio Redondo (Toño Metropole, Toño Harlem,
                              Toño Buenavista) recuerda, años después. Barra del
                              Café Buenavista, interior/ noche

            A Eduardo Fraile le vi por primera vez en La Luna. Era una de las presencias del café en aquellos años. Era el poeta. Yo no sabía su nombre entonces, vestía siempre de negro y a veces estaba con una tía de esas de las que quitan el sentido. Otras veces estaba solo, escribiendo o leyendo un libro. Luego le perdí la pista, incluso pregunté por él en la barra y me dijeron que se había ido al extranjero. Le recuperé a finales de los 80. Yo acababa de abrir el Metropole y él se dejaba caer los sábados por la noche, ya tarde, sobre la 1 o las 2. Bueno, pues iba por allí un grupillo de amigas, muy majas, la verdad. Una era muy delgada, con los ojos enormes. Y ¡zas! Ligaron allí mismo, delante de mis narices. Menudo flechazo. Se besaron junto a la columna y estuvieron así horas, hasta que cerramos. Tengo todos sus libros. Son la hostia. Siempre me manda invitación cuando sale uno nuevo. De hecho, mira, pasado mañana presenta "La chica de la bolsa de peces de colores" aquí al lado, en el Aula Triste del Palacio de Santa Cruz. ¡No faltaré!

Eduardo Fraile


Nevers/ Iowa



─ Comment c’était ta folie à Nevers?
─ Comment c’était ta folie à neuf heures?
Habíamos visto en un cine de arte y ensayo Hiroshima mon amour en versión original. Y ahora estábamos en la cama, como los dos protagonistas.
Maldito, que yo no sé tanto francés como tú. ¿Dónde está Nevers?
Lo buscaremos en el atlas de mi amigo el editor. Debe estar más abajo de París. Pasa el Loira.
Mira, Nevers es un hermoso nombre para ti. Además, vers es verso, ¿no?
Pues sí que sabes bastante. A ver, en qué se diferencia Nevers de nef heures?
¿Nevers a las 9?
¡Bravo, Iowa!
Mi río es el Des Moines. De los monjes, o monjes a secas. ¿Cuándo vamos a Des Moines City?
Iremos primero a Nevers, ya puestos.
Vale, Nevers. Illiers para parar en Tansonville. París-Nueva York en Concorde. Y luego en esos autobuses interestatales yanquis de color aluminio, a ese lugar donde dices que viven las chicas más guapas del mundo.
No sé, no sé. El Concorde es carísimo. Creo que vale medio kilo el billete. Sólo de ida.
Del dinero se encargará tu ángel dorado. Es verde. Dicen que crece en los árboles.
Ni Salomón en todo su poder…
¡Uf! Qué ganas tengo de salir de aquí. Me agobia tanta lluvia ya. ¿Por qué llueve tanto en la novela en la que me recuerdas?

Eduardo Fraile

sábado, 21 de abril de 2018

Cuando cerraba La Luna...



            …se iba a La Calleja o El Cafetín. La Calleja ya no existe hoy, ni siquiera el callejón sin nombre que comunicaba la plaza de la Universidad con la bajada de Marqués del Duero. El Cafetín, sí, El Largo Adiós, frente a la catedral, que entonces abría o no, según, y los habituales se comunicaban con el tam-tam secreto de la clarividencia si hoy sí, si se podía recalar allí entre las fotos de nuestros escritores y artistas favoritos.
            En una de las mesas de mármol de El Largo Adiós escribo estas palabras. Y, la verdad, parece como si su nombre de novela de Raymond Chandler hubiera sido exacto y premonitorio siempre. Triste, solitario y final, dice Philip Marlowe. "No digo adiós, ya lo dije una vez cuando tenía sentido, cuando era triste, solitario y final." Y si aún se quería estirar la noche se podía uno llegar hasta el París, en la calle Tahonas, ya muy cerca del Puente Mayor. Allí había un futbolín y siempre pasaban cosas. Si se había llegado hasta el París todo podía ser posible. Aún no había estallado propiamente la Movida, o estaba empezando apenas a sacudir Madrid, y las ondas concéntricas de esa inquietud maravillosa que coincidió con los mejores días de nuestra juventud irían llegando a provincias como con eco, y brotarían bares y cafés como no los ha vuelto a haber nunca más.
            El Farolito abrió poco después, en 1983, y enseguida también se convirtió en un centro de energía de irradiación sobrenatural. El espíritu de Malcolm Lowry, el faquir Ben Alí, que se atravesaba las mejillas con agujas de punto allí mismo, los actores del Teatro Corsario, poetas de verdad, que venían de circos perdidos en el Asia central o de la vecina Salamanca, pintores chilenos con melena de plata y perfil de águila o de cóndor de los Andes. Y del Cafetín al Farolito, y del Farolito al Cafetín, que sólo había que cruzar la calle Cascajares.

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Imán & Poeta (almacén de la editorial Balneario
Escrito. Interior/noche)

            - Háblame de mí.
- Flor, no sé tu nombre. Hueles a Paraíso, a delicados pétalos que la brisa entreabre…
- No soy una flor. Quizá más un arbolito. Si fuese un árbol qué nombre me pondrías.
- Árbol de oro en cuyas ramas secretas anidan mis caricias.
- Menudo pájaro estás tú hecho. ¿Qué ramas secretas son ésas?
- Concavidades y convexidades de tu cuerpo que me has dejado descubrir.
- ¡Inventa una palabra!
- A ver, a ver…
- ¡Venga!
- ¡Iowa!
- ¿Iowa, como un estado de Estados Unidos?
- Sí, se me acaba de venir a la cabeza.
- Vale, me gusta. Creo que era el territorio de los indios kiowas. Lo podemos mirar luego en un atlas, si tu amigo el editor tiene uno por aquí.
- ¡Ah, ya sé por qué se me ha ocurrido Iowa!
- ¡Di!
- Jack Kerouac dice en su novela On the Road que en Des Moines, que es la capital de Iowa, vivían las chicas más guapas del mundo.
- Gracias, mi poeta. Pues tenemos que ir a conocer esa ciudad…


Eduardo Fraile

sábado, 14 de abril de 2018

Tony & Alonso Cordel


(Barra del Café La Luna / Hora de cierre / Interior noche)



TONY:           ¿Cómo están nuestros tortolitos?
A. CORDEL:  Leyendo como leones, los cabrones. Ay qué jodido poeta, menuda musa se nos ha
          levantado. Y sin moverse del sitio.
TONY:            Diles que estén preparados a las 8 de la mañana. Les pasará a buscar una cirila. Aquí
                        en este sobre tienen los billetes, las llaves y las instrucciones de cómo llegar desde
                        Gijón.
A. CORDEL:  Por un lado, me alegro de que se vayan al campo. Llevan casi dos semanas sin salir.
                        Pero por otro se me va a quedar el almacén contaminado de amorosa pestilencia, en
                        palabras de Cervantes. Les echaré de menos. A ella, más.
TONY:            Tienes razón. Hasta en el Café se nota el hueco. De los dos. Allí en la montaña no les
          va a encontrar nadie.
A. CORDEL:  ¿Pero de verdad es para tanto?
TONY:            Prefiero pecar de precavido. El tío ése está muy loco, y es peligroso de verdad. A
                        cualquiera le tiene que doler perder a alguien así. Pero éste lleva una pistola.
A. CORDEL:  ¡Joder, joder!
TONY:            ¿Pasarás por El Largo Adiós?
A. CORDEL:  Sí, una rápida, para comprobar que no me siguen.
TONY:            Yo tengo para un rato aún. No me esperes. Y despídeme de ellos. Todo va a salir bien.


Eduardo Fraile

sábado, 7 de abril de 2018

Alfonso y las alemanas


Alfonso (Alfonso Torrijos, que tardé mucho tiempo en saber su apellido) siempre estaba en la barra tomándose un verdejo con alguna alemana. Le recuerdo más en la luz de la hora de los vermuts o en la primera de la tarde, y entonces he de evocarle entre cafés e infusiones, pero siempre de pie, como atornillado en el suelo, o como si las suelas de sus sandalias (usaba sandalias en toda estación, en invierno con gruesos calcetines de lana) se hubieran derretido y fundido a las baldosas amarillas de La Luna.
Debió ligar en tiempos ─y la recuerdo también, con sus vestidos ibicencos y el pelo de oro cayéndole en tirabuzones sobre el blanco algodón─ con una walkiria de ésas de las óperas de Wagner que hubiese venido un verano a estudiar español al sitio donde mejor se habla el español del mundo, como descubriera en alguna publicidad universitaria. Y luego, pues las alemanas se iban pasando el teléfono de Alfonso, y él les encontraba piso y les abría las puertas y la sonrisa de nuestra proverbial e inmerecida hosquedad castellana. Le debieran haber dado una medalla de fomento al turismo o algo, que las autoridades siempre acuñan medallas para este menester. O las acogía en su casa, una buhardilla por García Morato, cerca de la estación de autobuses, hasta que ellas se iban integrando en la ciudad.
Alfonso era calderero (tinker, taylor/ soldier, sailor…) y trabajaba en la Renfe. Luego lo dejó y anduvo dedicándose a la restauración de órganos de iglesia, con sus miles de tubos de metal por donde el aire era convertido en sonido, en música, en palabras que venían desde la eternidad. Le sigo viendo a veces, ya sin ninguna alemana a la que proteger, a la que amar quizá, con sus sandalias y su calva abacial, monacal, no sé, quizá lo de las sandalias fuera en homenaje a aquella primera novia que también las llevaba, lo recuerdo, con tiras que iban cruzándose en sus piernas preciosas.
Veo más estas ausencias que no llevamos al lado, del brazo (porque él también evocará otras mías cuando nos encontramos) que las presencias en que nos hemos llegado a convertir. Sin embargo, yo sigo siendo aquel joven que se quedaba hablando un momento en la barra con Alfonso y su exótica conquista nibelunga.
No sé cuál fue la causa, pero se quedó sin aquella buhardilla, que pasó a ser de Nines, la camarera, y estuvo un tiempo viviendo en el almacén de la editorial Balneario, de Pedro Gómez Cornejo (Alonso Cordel), de quien ya se ha hablado aquí. Yo también estuve unas semanas refugiado allí, en Juan Mambrilla, 13, entre los libros de poesía, con Imán. Pero ésa ya es otra historia, ¿o quizá no?

Eduardo Fraile