domingo, 29 de junio de 2014

Tino Barriuso (sábado, 14 de junio de 2014)



         Le conozco desde hace 20 años, 21 quizá, sus alas siempre abiertas, su casa siempre abierta, sus libros que siempre abro por la página que da directa al corazón («que de bóveda sirve al corazón»). Es fácil ver en él el valor, la calidez, casi siempre ese temblor de las cosas profundas, lo conmovedor de su dicción, la delicadeza de sus versos como caricias que se clavan.
No se es un poeta (un poeta como él es) sin que cueste la vida, sin exponer la vida en cada palabra con riesgo seguro de perderla. El lector nota eso, está ahí con entidad palpable, sin tragedia ni sobreactuación, pero asombrándonos. Hay peligro. Hay verdad. Hay sencillez que canta, que va cantando camino del martirio.
            Le veo cruzar un puente en su ciudad, un puente flanqueado por las estatuas de los héroes. El río va pasando a su vez lentamente, paseante con las manos metidas en los bolsillos, mirada de unos ojos de piedra casi humanos, buey infinito bajo ese yugo esbelto de los siglos. Y por el cielo «vagos ánjeles malva» de Juan Ramón Jiménez (él que es más de Machado, de Celaya, de Hernández) revolotean como sus propias palabras… he dicho Juan Ramón, pero podría haber escrito Einstein o Newton, siendo él físico, que poeta es algo que el yo no puede predicar de sí mismo…
           Le conozco (que es como decir que le quiero, que le admiro) de más lejos todavía. De cuando el mundo nacía y unos hombres oscuros escrutaban el cielo preguntando por qué. Y las nubes han seguido pasando, y las aguas de ese río de Heráclito que es un río distinto cada vez. Y él. Y yo. Como tiene que ser. Para que la belleza, de algún modo, permanezca.

Eduardo Fraile

martes, 10 de junio de 2014

El día de la excursión (sábado, 31 de mayo de 2014)



               Las excursiones eran tres, básicamente: la de Burgos (la Catedral, el Arlanzón, Fuentes Blancas), la de Salamanca, con sus piedras directamente cortadas del atardecer, y la de Segovia, que era también la de La Granja de San Ildefonso y sus fuentes maravillosas, que se encendían sólo el día de San Fernando, o sea hoy, o sea ayer, 30 de mayo. También estaban la del Valle de los Caídos y El Escorial, ciertamente patriótica, y la de Laredo (Santander) a ver el mar. La mer, la mer, toujours recommencée, citábamos a Valéry, así, con 11 años, no en vano éramos de La Salle, un colegio francés.
            Qué buenos son los hermanos de La Salle, qué buenos son que nos llevan de excursión, cantábamos en el autobús ya desde que salíamos de Valladolid a las 8 de la mañana. Esa noche nos tardábamos en dormir, de la emoción, aunque fuera la cuarta o la quinta vez que íbamos. A mí, la que más me gustaba con diferencia era la de La Granja. Creo que nunca llegué a ver el palacio de Felipe V por dentro, pero las fuentes, esa manera insensata de hacer brotar el agua de las esculturas de bronce, verdes por el cardenillo… y cómo la luz devolvía a la vida aquellas figuras de mujer, náyades, ninfas, aquellos ángeles de alas chorreantes, toda la mitología griega y latina que habríamos de estudiar años después…
            Sí, tu niñez ya fábula de fuentes, citábamos a Guillén (Jorge Guillén), y era eso exactamente, nuestra infancia en La Granja, de surtidor en surtidor, de cisne en cisne, dibujando unas oes de asombro en cada boca. Se diría que nosotros también íbamos a producir un hermoso e irisado cordón líquido de saliva del Eresma o el Lozoya. Y regresábamos como lavados, como purificados por un bautismo de belleza, mareados de luz, de los borratajos que hacía el agua al escribir nuestro futuro…

                                                             Eduardo Fraile