Eran
aquellas tardes de canícula, de tormentas de polvo
y
paja menudísima, gotas de lluvia que caían de pie
sobre
las eras, como con majestad, y olían a tierra, a trilla,
a
parvas de oro de distintos fulgores: trigo, cebada, yeros
que
se elevaban en cónicos montículos…
Eran
las tardes de aparvar, de Luis Ocaña,
de
cangrejos capturados con cestillos de mimbre
y
reteles de cáñamo, de los primeros aparatos de televisión
(y
de los Teleclubs de los pueblos, con su pequeña biblioteca
y
sus bancos de iglesia para adorar el ojo
del
dios de las imágenes en blanco y negro con oscilaciones
y
franjas que subían y bajaban, y nieve, mucha nieve,
que
caía sobre todo en verano, hasta que se perdía la señal
y
entonces se decía: es de allá, por el
calor, por la tormenta,
por
lo que fuere). Tardes
en
que se iba la luz, a lo mejor, y encendíamos velas
en
casa, y no se podía planchar.
Luego
los televisores serían un electrodoméstico
más
de los hogares, y de hecho tenían ya nombres de lavadora,
como
la nuestra: Westinghouse. Y se
seguían viendo mal
(o
peor) cada verano. Eso es de allá,
que quería decir
que
no era culpa de nuestro televisor, o sea que no había que darle un golpecito
en
la carcasa de madera. Yo lo sigo diciendo
cuando
algo cae fuera de mi jurisdicción, no es de mi incumbencia
o
no quiero inmiscuirme: eso es de allá.
Tardes de películas
del
oeste, de campanas que tocaban a rebato si había fuego
o
granizo. De allá, de acá, con fatalidad y temor
y
esperanza, a Dios rogando
y con el mazo dando…
Eduardo Fraile
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