No sé, supongo que tras esas paredes
de la calle Vega ─Gráficas Lafalpoo─
duermen en sus hermosos chibaletes los tipos con los que alguno de aquellos
cajistas que trabajaron allí compuso mi primer libro. Yo corregí las galeradas
temblando de emoción, preocupado por capturar esa errata recóndita que me
perseguiría luego siempre, tan es así que ahora, en mis escrupulosas ediciones
suelo incluir una adrede. Al menos
una errata ha de quedar (y si es creativa y meliorativa, mejor). La perfección
sólo es de Dios, y el tiempo nos da la clarividencia ─y la convicción─ de que
esa perfección que buscamos no es sino la armonía de muchas pequeñas
imperfecciones orbitando en torno a una idea de totalidad.
Me iba a La Luna, que ahora quieren
tirar, muy cerca de allí, en la plaza Cruz Verde, y me pedía un café para
corregir aquellos pliegos benditos, roturados por los tipos de acero listos en
sus bandejas de madera (las ‵galeras′, de ahí lo de galerada). Se les pasaba un rodillo con un poco de tinta, se
extendía un pliego, como una sábana sobre el colchón, y con unos golpes de mazo
se sacaba una copia tosca para ser comparada con el original.
Qué no daría hoy por haber
conservado alguna de esas primeras pruebas de Ningún otoño es amar… De hecho, ya mis siguientes libros se
compusieron mecánicamente. El offset
había ganado la batalla a la imprenta de Gutenberg, y muy pocos talleres
imprimían en tipografía, hasta que se fueran jubilando los cajistas, hasta que
aquellas viejas máquinas Heidelberg hincasen la rodilla, de la misma manera que
ahora las Roland se rinden a las impresoras digitales.
Eso. Qué bien sabían los cafés
corrigiendo las pruebas de tu primer libro de poemas. Oliendo la tinta grasa y
acre sobre un papel azul como el de los sobres de entonces, no se podía gastar
el papel bueno en pruebas de edición. Quizá los dos espejos de La Luna que me
reflejaban, uno de frente y otro de espaldas, conserven la imagen de mis veinte
años enfrascado en la ocupación que me parecía la más importante del Universo:
no escribir, que eso ya lo hacía durante horas en aquel mismo café, sino
transformar esas palabras en algo físico y tangible, en hecho, en acción, en performance, palabra que se llevaba
mucho entonces, en femenina carne de papel acariciada, en un libro.
Eduardo Fraile
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