Los aeromodelistas quedaban en la
pradera de detrás de nuestra casa. Hoy todo eso está ya construido, pero
entonces era nuestro territorio para jugar, para explorar, para perdernos entre
el cielo y la tierra, entre la montaña de hierba y la montaña de arena. La
montaña de arena estaba allí de manera provisional, camiones y camiones que
habían volcado su carga rubia y menudísima de tiempo. Ya estaban proyectadas
las nuevas urbanizaciones que extenderían Madrid por el este, y esa arena
esperaba ser usada mientras nosotros la escalábamos por el costado más abrupto
y nos lanzábamos desde arriba sentados en cartones o en tablas, o dentro de
cajas de fruta de la frutería donde perdí/me fue robada la moneda de 25 pesetas
(ver Las tres huchas)… Y la montaña
de hierba era una loma natural, con algunos arbustos, allá por donde se iba
levantando el sol verde de la primavera, hacia cuya estribación se encaminaban
los aeromodelistas con sus aviones de madera y papel encolado, y desde ese
promontorio los lanzaban con la mano, tras una carrerilla hasta el borde mismo
de la plataforma pelada de la cima. Los planeadores a veces se estrellaban a
pocos metros, pero otras alcanzaban a llegar casi hasta nuestra montaña de
papel de lija, de raspador de caja de cerillas, de costra seca que nos haría
heridas rojas por fricción.
Y esa mañana de sábado o domingo,
con el sol alto y con dientes mordiendo en el azur, uno de aquellos aviones
venía justo a por mí, sin caerse, descendiendo y eligiéndome desde antes de que
yo hubiera notado su presencia… Y cuando supe que había algo inevitable y
magnífico en aquello, corrí, corrí hacia casa, no sé si con la inteligencia de
cambiar de trayectoria… pero esto lo escribo ahora, muchos años después, ya en
otro siglo, mientras caigo de bruces contra el suelo por el impacto sobre las
paletillas (o las escápulas), niño alcanzado por el vuelo sin motor, ángel
caído con unas alas de madera en la espalda…
Eduardo Fraile
No hay comentarios:
Publicar un comentario