Muchos años después volví a ver a aquella muchacha de la
dedicatoria, muy alta, al principio no la reconocí de espaldas, pero era su
voz, iba hablando por teléfono, y ralenticé mi paso para no adelantarla, ahora
que el corazón me batía en el pecho como aquella mañana de febrero de mi primer
libro. Era domingo y atravesábamos la plaza de la Universidad hacia Cardenal
Cos y la torre de la Catedral. Seguía estando muy delgada, pero algo, no sé
qué, trazó una raya de tiza ante una posible maniobra de abordaje, o de saludo,
o de reencuentro… Me mantuve a tres o cuatro metros detrás de ella, intentando
contener las ganas de llorar, las ganas de mirarle la cara que el tiempo
hubiera tenido a bien (o a mal) dejar tras ese pelo alborotado que se le enredaba
en el teléfono, uno de esos primeros móviles tan grandes, con antena. Así que
debía ser 2001 o 2002, veinte años después de la mañana en que yo iba a su
encuentro con mi primer libro en un cesto de rosas. Me ardía la cara por el
viento y el rubor, ya digo, dejando que las lágrimas fueran barridas hacia las
orejas, o es que empezaba a llover, y ella corrió ya como hacia Las Angustias,
a la parada de taxis, frente a la cafetería Magnolia, que se seguía llamando
igual, aunque ya no era un sitio elegante ni quedara memoria de un poeta novel
una mañana de febrero de los primeros 80, el que iba a ser el año del Mundial,
de la Movida, de la Mili, de tantas cosas que hoy ya no significan nada pero
que nos tuvieron, nos contuvieron como otro cuerpo exterior a los cuerpos que
se debatían entre palabras y besos y vasos de licores dorados y cafés
enamorados, y pasos en las calles de ciudades que abandonaríamos, de amores que
nos abandonarían dejando un rumor de alas de ángeles que echasen, de repente, a
volar…
Eduardo
Fraile
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