En la primavera de nuestra edad amamos el otoño. Nos
atrae, nos seduce esa cadencia, ese vencimiento natural de las cosas, el hecho
de que la vida comience a preparar las maletas. Hay un halo como de anunciada
tragedia en el paisaje (es el atardecer de la Naturaleza) del que
milagrosamente permanecemos exentos, es decir, espectadores. Tenemos tanta
vitalidad, que incluso la visión de la muerte no nos toca, o nos toca sólo
líricamente.
La juventud es épica, la madurez es lírica, la ancianidad
es simplemente dramática. Supongo que a lo que se pudre, a lo que cae (incluso
con belleza) no le gusta la caída, ni la putrefacción. Y esas imágenes del
otoño, con sus hojas por el suelo, como los folios perdidos de un poeta maldito
(Verlaine, digamos: les sanglots longs des violons en automme…/ los
largos sollozos de los violines en otoño…) no nos harán tanta gracia cuando
seamos nosotros el árbol desnudándose.
Y nos encanta en esa primavera de la vida Vivaldi, sus
violines, precisamente, que hieren nuestro corazón con… ¿monótona languidez?
No, más bien todo lo contrario, amenizando la fiesta de la vendimia,
dionisíacos. El otoño de verdad es Albinoni, y, ciertamente, Beethoven. Ellos
sí saben herir donde más duele.
La caída de los ángeles tuvo que ser un otoño… O no, a lo
mejor era ya invierno, con las primeras nevadas…
Eduardo Fraile
Querido Eduardo:
ResponderEliminarSigo leyéndote sin falta y con las mismas ganas de siempre. La belleza nunca cansa.
La caída de los ángeles tuvo que ser en otoño, sin duda.
Un abrazo desde el campo,
Manuela
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarQuerida Manuela: Un honor para mí que seas mi lectora, y un beso.
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