En nuestro refugio de Balneario
leíamos mucho también:
—¿Leemos?
—decía Iowa con su voz insinuante y ya no sabía yo si quería que le leyera en
voz alta o que hiciéramos el amor.
—Léeme
un poco en francés, que me quiero entrenar para las pasarelas de París.
Y yo empecé a leerle trozos de
Proust. Primero le conté los amores de Odette y Charles Swann, y el del
narrador niño con su hija Gilberte. Luego leíamos un trozo cada uno en la
edición de Alianza, con traducción de Pedro Salinas, y cuando algo la gustaba
especialmente me pedía que se lo leyese en francés. Yo llevaba siempre conmigo
el primer tomo de la edición de La Pléiade, de Gallimard. Allí cabían en mil
páginas las dos primeras partes de la gran novela de Proust, donde se
desarrollan esos episodios. El enamoramiento de aquel niño —que también era yo—
de la pelirroja Gilberte Swann me había tocado las entretelas del alma cuando
lo leí por primera vez. Se lo contagié a ella.
—Es
precioso. Pero es mucho mejor en francés. Qué maravilloso y trágico amor. Ese
niño no se da cuenta de que ella le quiere también. Y no se da cuenta por
delicadeza. Ya ves, como tú. Si yo no llego a tomar la iniciativa seguro que no
hubieras podido permitirte creer que yo estuviera por ti.
—Sí,
me identifico con él. Cuánto sufrimiento se hubiese podido evitar siendo de
otra manera…
—Pero
entonces hubiese sido un romance vulgar. Y ella tampoco se habría fijado en él.
Hay amores que duran milenios…
—Ay,
Dios. Qué sabia eres. Menos mal que supiste leer en mi interior…
—Y
en tu exterior, hermoso mío, que era bastante elocuente.
—Bendita
seas.
—Oye.
Tenemos que conocer Tansonville. Combray es Illiers, así que tiene que estar
por allí. Vamos a hacer una investigación.
—Sí.
Respiraremos el aire de aquel amor.
—Illiers
está bastante cerca de París…
—París bien vale una misa.
—Oye,
tú y yo de la mano, en el Château de Tansonville. Eso sí que sería como
casarnos en sagrado. Como recibir la
mejor bendición…
Eduardo Fraile
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