—Ana
es muy guapa, me gusta. Le pega a Tony, él rubio y ella morena. Tiene misterio.
No hemos hablado, pero he notado que le caigo bien. ¿Pedro está casado?
—No
sé. Él dice ‵mi compañera′. ¿Será la chica del libro que hemos leído? Viven en
Villabáñez, una casa muy bonita de piedra, pero a ella no la he visto nunca con
él.
—Me
encantaría invitarles a cenar, pero ya sé que a lo mejor más adelante. Seguro
que Pedro no le ha dicho nada a ella, de que tiene a alguien escondido aquí.
—La
clandestinidad, chica.
—Me
dan ganas de abrazarles. Les deseo lo mejor de lo mejor.
—Bueno,
eso lo eres tú. Y ya estás pillada.
—¡Es
verdad! ¡Se me había olvidado!
—Que
te doy.
—Vamos
escalonados: Tú y yo en los 20, Tony y Ana en los 30, y Pedro y la mujer
misteriosa, en los 40.
—I…
—No.
—No
qué.
—Lo
que estabas pensando.
—Vale,
vale.
—N,
tú serás joven siempre. Cuando tengas 90 seguirás siendo un niño. Es lo que
tenéis los poetas.
—I,
tú siempre serás así de guapa.
—¿Más
no?
—Más
no se puede. Es imposible de toda imposibilidad. Tu belleza sería imposible de
sostener si no fueras maravillosa.
—A
ti lo que te gusta es el interior, a que sí.
—¿Te
acuerdas cuando te desabrochaste el abrigo, la primera vez…?
—El
abriguito rojo de la reina de corazones. ¡No podía fallar!
—¡De
infarto! Como la primera vez que te vi en La Luna. Por cierto, me encantaría
que nos escapáramos…
—¡Eh!
—Sí,
ya sé, vamos a no cagarla ahora…
—Oye,
te invito yo a un café ahora mismo, en mi pequeño planeta.
—¡Guay!
Eduardo Fraile
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