—¿Qué
sería un tesoro para ti?
—Tú.
—Ya.
Pero eso no vale. Que no sea yo.
—Una
primera edición del Quijote, un suponer. O la edición de Ibarra de 1780…
—¡Un
libro! No dinero, ni oro, ni…
—Bueno,
también me conformaría con un Velázquez, o un Gainsborough, o más modernamente
un Monet.
—¡Cuadros!
O sea, libros y cuadros son tu idea de un tesoro. ¡Cómo mola!
—¿Has
dicho cómo mola?
—Tendrás
mucho de eso. No te preocupes. Los libros y los cuadros y los objetos de arte y
las antigüedades y esas cosas, vendrán solas a ti. Tienes imán para eso.
—¿Y
para ti?
—Ya
ves. Para mí los tesoros no lo tengo tan claro. Las joyas no me van. Me sientan
bien, pero no me muero por ellas, tipo Liz Taylor. Igual soy más de lugares,
una mansión antigua, una isla, un planeta…
—Un
palacio renacentista. Te pega. Con jirafas y pavos reales paseando por los
salones.
—Y
en ese palazzo una gran biblioteca
para ti, como ésas donde hay planetarios y esferas armilares.
—Qué
culta eres: esferas armilares…
—He
visto la del Vaticano, y la de El Escorial.
—Perfecto.
Mis tesoros caben en tu palacio. Con esas paredes puedo soñar con cuadros de
gran formato.
—Reserva
una estancia para reproducir el fresco de la Anunciación de San Marco. Una
celda para ti y para mí. Como el Sancta
Santorum…
—Eres
increíble. Hasta pronuncias el latín como una puccella florentina…
—Una
celda desnuda con una cama como la que tenemos aquí.
—Podemos
poner la golondrina del Prado en nuestro fresco.
—¡Sí,
por favor, la golondrina la quiero!
—¿Ves?
—¡Es
verdad! ¡La golondrina es la clave de todo!
Eduardo Fraile
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