sábado, 23 de febrero de 2019

La columna Morris


  Tiempo después descubriría en Proust la columna Morris, y sin saber muy bien me la imaginaba quizá como algunas de las que surgían en nuestra ciudad, en las plazas que el Ayuntamiento iba rehabilitando (aunque a nosotros nos gustaba más la tierra, los jardines y los columpios de tubo). El caso es que mi idea de la columna Morris encarnó en la columna anunciadora de la plaza del Caño Argales, ahusada y con un tejadillo cónico para que la lluvia no despegase los carteles. Pero entretanto mi columna Morris particular era la columna de La Luna, cuadrangular, central, forrada de tarima, donde todo el mundo colocaba sus anuncios: desde "Se busca un gato", hasta los recitales de poesía de quien escribe estas palabras hoy, desde un folio a bolígrafo, a los elegantes affiches de las exposiciones pictóricas, algunos hechos en su taller por los propios artistas. También alguna declaración de amor. O las postales que los habituales mandábamos en vacaciones…
   ─Tony, ¿me guardas el cartel de Cruz Hernández?
   ─Mola, a que sí. Ése se lo ha pedido Ana, pero no te preocupes, te presentaré al pintor.
   Recuerdo una noche de comienzos del verano o así, extrañamente desertada por los fijos del café, que estaba completamente vacío, a excepción de Josechu, en la barra, y yo, que me fui a la mesa del rincón (la de los enamorados) a escribir unos poemas en la máquina Royal que me acababa de comprar esa tarde en Estévez, por la Bajada de la Libertad.
  Era una portátil negra, muy elegante. Casi no pesaba nada, en comparación con mi primera Royal, catedralicia y ferroviaria a la vez, que ya no usaba apenas. Iba a estrenarla allí mismo, en medio de aquel extraño paréntesis de vacío (¿es que había un partido de fútbol o qué?) y comencé a pasar tres poemas que suponían el arranque de un libro que se iba a titular "Hiéndeme luna góndola".
  Vino Josechu a verme, extrañado por el tableteo de la máquina:
   ─Joder, poeta, te has traído la máquina de escribir y todo.
   ─La he comprado esta tarde, y como no hay nadie se me ha ocurrido probarla.
   ─Pues suena bien. Estás de foto. Lástima de no tener aquí la Polaroid.
  Y aquellos tres folios benditos estuvieron mucho tiempo clavados en la columna con una chincheta. Puedo imaginar en cámara rápida cómo van cambiando los carteles y anuncios y mis poemas permanecen en su estricta blancura… hasta que un día desaparecieron.

Eduardo Fraile

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