sábado, 30 de junio de 2018

Luis del Álamo


            Luis y Montse vivían en Alonso Pesquera, 13, una casa que hoy ya no existe, casi toda esa acera es un solar tras el incendio del almacén de maderas que hubo allí. Quizá cuando les conocí vivían en otra calle, pero esa casa, un primero de techos altos y alcobas como las de antes, fue también un poco mi casa, como la de tantos otros amigos que compartimos su hospitalidad y generosidad. Luis y Montse eran esa pareja muy joven que habían decidido vivir juntos y tirar para adelante, sin importarles la escasez o las dificultades económicas, seguros y fundados en la indestructibilidad de su amor. Luis (que escribía poemas también) era rubio, con rizos, ojos azules y cara de ángel de retablo, como los del Museo de Escultura Policromada. Se iba a descargar camiones al Mercado Central, y lo que hiciera falta. Montse parecía un poco más mayor, estudiaba Filosofía, y era la que hacía malabarismos con el dinero para conseguir la multiplicación de los panes y los peces cada día de Dios.
            Me cuesta escribir esta semblanza, este retrato de ellos dos a posteriori, ya en otro siglo, cuando hace casi tres décadas que se separaron. Creo que viven en Santander, ella en la ciudad, él en una localidad costera que ahora no recuerdo. Me cuesta incluso decir esto, que cada uno fue por un camino distinto, aunque para siempre ellos sean uno en mi recuerdo, como sin duda alguien me verá a mí, ellos mismo quizá, de la mano de una chica que considerarán inseparable de aquel que fui en aquella época (en aquella épica) de nuestra juventud.
            Naturalmente, también nos veíamos en La Luna o en los otros cafés a los que íbamos, pero mi recuerdo se centra en esas noches que nos quedábamos en su casa, sentados en el suelo, hablando hasta las tantas de poesía y de literatura, bebiendo el café de puchero que hacía Montse colándolo con una manga de tela como había visto hacer a la abuela Evarista, en Castrodeza. Y cómo ese corro que se formaba en el salón de los balcones que daban sobre Alonso Pesquera iba mermando según pasaba el tiempo, y al final nos quedábamos solos ellos y yo con mi conquista más reciente, y Montse decía entonces: no os vayáis, quedaos a dormir aquí. Y quizá esa noche hacíamos el amor por primera vez.
           Hay hueco, sí, en esa calle de Valladolid, como si algo quisiera decirme que ciertas cosas no pueden volver. Que quizá allí morimos todos una vez y los que somos ahora no merecemos la resurrección.
          He hablado del París, uno de los últimos garitos nocturnos antes de ir a las discotecas. Y de que todo podía pasar allí. Una noche de Navidad o Reyes, con nieve sobre los coches y quizá con esa luz irreal de las farolas de esas calles últimas de la Rondilla de Santa Teresa… me llegué hasta el París. Fui solo. No sé. Con un abrigo negro de siete octavos. Había gente en la calle brindando con champán. Y entre los conocidos, Luis y Montse. Luis había bebido mucho, se le oía desde lejos. Me acerqué con intención de saludar… Una chica me besó: ─Qué elegante, Por Dios. Y casi sin solución de continuidad, Luis del Álamo comenzó a insultarme a voz en grito con palabras que me sería difícil incluso reproducir aquí. No hice caso, aunque estaba perplejo, y esto le encendió más aún. Vino hacia mí y me empujó contra un coche… Le esquivé como pude y él cayó de bruces sobre el capó, estampándose en la nieve.
           Al día siguiente no se acordaba de nada. Pero este incidente me dio mucho que pensar, y aún hoy, y muchas veces a lo largo de los años, lo revivo y lo lamento, y lo asumo, y he aprendido a aceptar con incredulidad y estupor mi cruz más onerosa y ominosa y cruel: mi condición de envidiado.

Eduardo Fraile

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