sábado, 29 de julio de 2017

Las nieves perpetuas

Otra de las cosas inherentes (e indisociables
y podríamos decir también suyas propias
(como propietario) del verano, era el Tour.
El Tour. Decir el Tour de Francia era de abultos.
Qué otro Tour iba a ser. De qué otro sitio.
Dónde más corrían esos días Eddy Merx y Luis Ocaña.
(Y corrían a muerte contra el tiempo y el espacio,
que solían ser montañas que se bajaban a mil, a tumba abierta).
Y nosotros estábamos ante el televisor de la abuela
Evarista ITT, Telefunken, Elbe, Westinghouse
con su estabilizador al lado, que se recalentaba,
y el abuelo Bernardino nos decía con desaprobación:
Hay que apagar un rato, que se enfríe.
Que no, abuelo, cuando acabe la etapa.
Los primos Valles (sólo los chicos hacíamos una docena)
nos apretábamos en torno de la pantalla cóncava
que chisprroteaba:
¿No veis que ya hace mucha nieve? ¡Se va a fundir!
Que no, abuelo, que eso es de allá.
Replicábamos, queriendo decir que no era una avería
del aparato, pero aun así lo apagaba
y permanecíamos unos minutos como en oración
esperando a que se refrescara. Era verano
y había muchas interferencias siempre, y más en las conexiones
de Eurovisión. Las imágenes en blanco y negro
a veces aparecían como un espejismo en el desierto,
oscilantes y desvanecientes, o bien como desbaratándose, como desmoronándose,
en puntos blancos (y eso era la nieve). Intuíamos
más que otra cosa que aquello eran ciclistas
escalando los Alpes o los Pirineos, con sus cumbres nevadas
de verdad.
¡Hala, se acabó! ¡Todos a la era a aparvar!  


Eduardo Fraile

1 comentario:

  1. No se...¿como puedo expresar las emociones que siento al leer "las nieves perpetuas"? quizás sea algo parecido a cuando cogiamos el porrón con vino y gaseosa y sin que nos vieran en casa echábamos un buen trago (si conseguiamos abocar) y nos mirábamos riéndonos, saliendo escopetados de la cocina.

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