sábado, 1 de julio de 2017

A por agua al caño

         Íbamos a por agua al caño, con los botijos y los cántaros, a veces con el carretillo de madera donde las vasijas de barro encajaban cada una en su agujero, porque tantas veces va el cántaro a la fuente… Y más nosotros, que éramos muy niños y bien de cacharros romperíamos. Íbamos con nuestras madres, nuestras tías, llevando el botijillo más pequeño, y luego, según fuimos creciendo, ya nos atrevíamos a llevar cantimploras a las eras, que sólo tenían una boca en el centro y se tapaban con un corcho, sin asas ni nada, una todo lo más, propias para ser acomodadas en las alforjas, junto a las fiambreras.
            La despensa de la abuela Evarista, llena de frescor, con los vasares repletos de pucheros y orzas que contenían la matanza, la nasa para el pan en una esquina, las alcuzas del aceite, las lecheras de la leche… y las vasijas de barro rezumantes, que eran las que creaban esa atmósfera de cava, de bodega, de pozo, olorosa de arcillas crudas y vidriadas… En esa dependencia, aneja a la cocina, no nos podíamos quedar mucho rato, no nos fuésemos a resfriar. Otra cosa es que quisiéramos escondernos, y entonces elegíamos la nasa, y nos metíamos dentro, entre los panes. Y entre el olor a barro cocido y a pan (que también era harina cocida), a veces nos quedábamos dormidos, y al cabo venían a encontrarnos nuestras madres, nuestras tías, ay este chico, este chico.
            El caño tenía un pilón lateral de grandes dimensiones para que bebieran los animales. También se decía que en las fiestas del 8 de mayo los mozos tiraban allí a los forasteros, pero nosotros nunca íbamos a las fiestas de Castrodeza. Como para ir, desde Madrid, no nos fueran también a tirar a nosotros…


Eduardo Fraile

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