sábado, 15 de julio de 2017

El verano del agua

            El verano de la acometida del agua fue el de 1970 o 71, y no es que hubiera una riada o algo así, sino que se llevó el agua corriente a las casas, y nuestras madres y nuestras tías ya no tuvieron que ir más a lavar al río, o a por agua al caño para beber, con aquellos hermosos cántaros que se ponían en la despensa, todos en fila, para dar frescor. Pero durante ese verano el pueblo vivió como en una guerra de trincheras, todas las calles levantadas, con zanjas profundísimas que había que atravesar pisando con cuidado sobre tablones o sobre trillos viejos, o sobre aparvadores que ya no servían para aparvar. Personas y animales, porque las vacas y las caballerías tenían que cruzar igual sobre aquellos puentes provisionales. Y luego vendría la locura de los cuartos de baño y las griferías, y las pilas blancas para fregar los cacharros en la cocina. Cuartos de baño de dimensiones extraordinarias, no como los de la capital, que tenían como mucho tres metros cuadrados. Y en todos, el videt, que aquí se llamaría lavapiés, y una bañera larguísima como para compensar siglos de haberse tenido que bañar en barreñones de zinc. Y cosas nunca vistas hasta entonces, como los rollos de papel higiénico o los cepillos de dientes o los secadores para el pelo.
            El pueblo entraba en la modernidad. Ya había muchas casas con televisores, y estaban el teleclub y el bar, para quienes no tuvieran todavía el aparato. Nosotros ya vivíamos en Valladolid, aunque yo me acordaba de nuestra casa de Madrid, que nunca debimos abandonar, pero los veranos de Castrodeza eran sagrados, puros, infinitos y llenos de mundos por descubrir. Aquí no había nada que temer, excepto al sol (y nos poníamos nuestros sombreros) y las avispas. Las abejas eran buenas, bastaba con pasar con cuidado por las fachadas donde había colmena, pero las avispas, que pululaban por los alrededores del río, a las puentes, picaban porque sí, y ni con barro fresco se podía calmar ese dolor.
            Y eso, que hubo un verano en que todo se llenó de tuberías y de desagües, y de arquetas y tapas de alcantarillas. Y de llaves de paso. Y de sabor a cloro, porque el agua corriente ya no iba a saber en adelante a pozo, a fuente, a barro santo de botijo, a manantial.


Eduardo Fraile

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