Ahora ya del todo parece una heroína
de Tolstoi o Dostoyevski, ahora que la fatalidad se ha posado sobre ella y
descubrimos que sigue siendo igual de elegante en la derrota que en las pocas
victorias que las hermanas Williams ─Venus y Serena─ le dejaron alcanzar. Esos
tanques. Pero ella ganaba siempre de calle con un grito, con un mínimo saltito
antes de cada saque. La distinción, el encanto natural de cada movimiento: touche, charme, chic. Majestad.
Esto sólo le puede pasar a una rusa que
juega al tenis como si estuviera preparando el samovar en el Palacio de Invierno.
Porque toda esa belleza en movimiento ya presagiaba algo así, ya llevaba como
implícita la tragedia. Y ella la asume ofreciendo el cristal de su cuello
infinito a los vientos cortantes de los controles antidoping.
Sin una queja. Aceptando la injusticia
y la aniquilación. Casi se diría que provocándolas ella misma. Como si ella
fuese la que hubiera ido a buscar el castigo sin haber cometido ningún crimen.
¿No da acaso esa impresión?
Ya nos parecía cruel que el destino
hubiese puesto a la puerta de la Victoria dos fornidos gendarmes casi
infranqueables. Y ya suspirábamos por la justicia poética de un ángel fieramente humano encantando a las
bestias…
Cuando de repente dobló mágicamente
una rodilla y entregó las alas.
Eduardo Fraile
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