sábado, 12 de marzo de 2016

La casa nueva

Cuando nos fuimos de Madrid (o, mejor dicho,
cuando no regresamos tras las vacaciones), a la angustia
de la vuelta al colegio se sumó la de la casa
nueva, la de la nueva
ciudad, que era Valladolid (paradójicamente
Valladolid me parecía más grande y más ruidosa que Madrid).
La casa estaba a medio terminar, las escaleras
sin banzos, con las herramientas de los albañiles
tiradas en los descansillos… Los muebles los subieron con poleas
por el balcón. Dormimos la primera noche (la primera
noche que no dormí) con la sensación de estar dentro de la bodega de un barco
en mitad de la tormenta. A la mañana siguiente
mi padre nos llevó a la plaza de San Juan, a los columpios.
Había una fuente en medio, de la que salía un chorrito
de un pitorro, y una caseta verde donde vendían melones
a un lado. Como no había dormido
ni una gota, notaba el cuerpo raro, con una intranquilidad
parecida a cuando mi padre estaba en el hospital
con el oxígeno. Luego las negras y alargadas botellas
ocuparon nuestra casa luminosa de Madrid. Llegué a pensar
que de mí (sólo de mí, de que yo fuera bueno)
dependía su curación definitiva. Iba a la compra con el serillo de mi madre
con tres años. Aprendí a leer
con cuatro, y cuando las cosas parecía que comenzaban a encajar
unas en otras sin violencia, sin sangre,
con dulzura y naturalidad… ¡Zas!:
se produjo la expulsión del Paraíso.


Eduardo Fraile

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