(Tony
en la barra, Pedro lee unos folios prendidos con una chincheta en La Luna)
─¿Quién
es Eduardo Fraile?
─El
poeta, te he hablado de él, viene mucho por el Café, sobre todo por las
mañanas.
─Joder,
esto es muy bueno, tío, es la hostia.
─Dice
Josechu que lo escribió aquí el otro día, con una máquina antigua que se había
comprado en Estévez, esa tienda de reparaciones de la Bajada de la Libertad.
─Pues
escribe de puta madre. A ver si nos presentas, quiero leer más cosas suyas.
─Eso
está hecho. Si le habrás visto alguna vez, viste todo de negro, muy alto y muy
delgado. Con granos.
─Coño,
claro que sí. Pero le he visto en El Largo Adiós, aquí no hemos coincidido
nunca.
─Últimamente
viene menos. Me da a mí que ha ligado con un bellezón de Las Delicias. Ella
aparecía algunas tardes con un tío chungo que no le pegaba nada… Y un día:
¡zas!, un flechazo de esos que se para el mundo. Yo estaba en la barra, tío. ¡Y
lo vi!
─Me
pones los dientes largos, cacho cabrón.
─Pues
te apuesto lo que quieras a que no has visto en tu vida una tía como ésa. Está
buena que te cagas, pero además tiene esa sencillez que te desarma por
completo…
─Vaya,
pues esta apuesta sí que la quiero perder a toda costa.
─Vente
mañana a eso de las 7. Te invito a un gin-tonic de Gordonˈs.
─¡Hecho,
Maestro!
Eduardo Fraile
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