Amor,
he vuelto a pasar por esas calles
últimas de tu barrio tan desconocidas para mí entre las que estaba tu calle. Un
nombre que ni siquiera sé qué significa, excepto que tú viviste allí ─¿naciste
allí?─, creciste allí como una niña guapa de la que se enamoraban todos los
niños. Hay esa tarde en que un niño llora sentado en un bordillo con la
merienda en el suelo. El pan y el chocolate sin tocar que se comen los pájaros.
Hay ese momento infantil de desesperación por la belleza. Por toda la belleza
del mundo inalcanzable al alcance de la mano. Yo no conocía tu barrio, o por lo
menos aquellas calles últimas. La vía era la frontera, y Las Delicias era una
extensión imaginaria, como La Rondilla o Los Pajarillos, que me quedaban más
cerca, pero la vía era un tajo en el mapa y en el corazón.
Yo nunca había cruzado el túnel de
las Delicias cuando te conocí. Y luego, pues ya casi enseguida desaparecimos.
Huimos al otro lado del mar. No hubo ocasión de establecer esas costumbres de
ir a buscarse, o a acompañarse, o a hacerse el encontradizo en una calle más
que remota, suburbial se diría. Pero que tendrá siempre el prestigio de haber
sido tu calle. Geografías del
corazón. Y el azar me ha hecho hoy esa jugarreta, pillándome desprevenido y
quizá creyéndome a salvo en esa franja ondulante, si no del olvido, sí de la
memoria selectiva, o benevolente, embellecida por la distancia y el dolor.
Aquí morimos, aquí vivimos, aquí
fuimos otro del que somos, o del que hemos llegado a ser. Y he pasado deprisa,
buscando taxis que no llegan por allí, o al menos una parada de autobús en el
que refugiarme. Qué espanto. Qué decrepitud. Calles deterioradas, negocios
cerrados. Suciedad. ¿La ciudad está dejando morir estas ramas extremas? Y era
como si viese lo que ha pasado dentro de mí. Como si fuese yo el causante de
todo esto, por incomparecencia, por no haber querido volver. Por haber
sepultado en los suburbios del alma mi más bella historia de amor. Así que he
cerrado los ojos, rogando al cielo ser atropellado por coches que no hay,
dejando que las lágrimas busquen los toboganes donde no juegan los niños y se
deslicen y caigan con estrépito sobre el suelo. Sobre el duro y hosco y
desabrido pavimento de la desolación.
Eduardo Fraile