sábado, 26 de noviembre de 2016

So Long Marianne

        Estoy preparado para morir, confesaba en una de sus últimas entrevistas. Luego quiso desdecirse en otras declaraciones que todos hemos visto reproducidas ahora, en los periódicos y en los telediarios, pero la muerte ya le había tomado la palabra. Esta frase no es mía, la oigo en alguna de las cadenas, así, como si fuese un verso del propio Leonard Cohen. Su voz, su música, esa manera de crear el misterio, de abrir nuestro corazón a la grandeza… del amor, de la muerte, de lo que fuese, porque había otras palabras comunes y corrientes, o algunos nombres de mujer ─Suzanne, Marianne─ que alcanzaban en sus canciones la categoría de palabras sagradas.
            Mira, un cantante que sí hubiese merecido el Nobel de Literatura. Sin entrar en la polémica Dylan ─no creo en Zimmermann, dice Lennon en uno de sus himnos─, creo que todos hemos pensado lo mismo, y su muerte ha quedado también como una sencilla salida del escenario, que son las que más se hacen notar.
        Pocos meses antes partía hacia la inmortalidad la que fuera su musa de juventud… Él la despedía con una hermosa carta que también hemos leído en algún medio ¿de comunicación? Su Hallelujah, sin ser propiamente una oración, con todas sus versiones, diversiones, conversiones y perversiones, la de Aute incluida, quizá sea la oración más rezada del Universo, en seria competencia con el padrenuestro, seguro que en el Paraíso se harán bromas sobre esto, la lista de los más… los n ͦˢ 1 de la Trascendencia, de la Totalidad… pero si quiero recordar para siempre (el pequeño siempre al que podemos aspirar en la Tierra) alguna de sus creaciones, elijo aquella primera despedida: So Long Marianne. Sólo poseemos lo que ya hemos perdido. Sólo lo que ha muerto ya no puede morir.


Eduardo Fraile Valles

sábado, 19 de noviembre de 2016

El Nobel

           Lo mejor del Nobel no es el premio en sí, que nos permitiría arreglar el tejado de la casa de Castrodeza cuando ya no haga falta… Porque será nuestro primer millón bien ganado (aunque tendremos que dejar la mitad en Hacienda), tras toda una vida de escasez, incomprensión y privaciones… Lo mejor del Nobel tiene que ser la cara que se les va a quedar a tus enemigos, esos que han hecho todo lo posible por que no salieras adelante, por que no tuvieras otros premios menores que ellos administraban como pequeños sátrapas (pequeños del tamaño de su mediocridad), o por que no salieras en los periódicos de su indigna dirección… Porque lo mejor del Nobel es que abrirás los Telediarios y las primeras páginas de esos mismos periódicos con otro motivo distinto al de la muerte propiamente dicha, que es lo que les suele pasar a casi todos los grandes escritores…
            Lo mejor del Nobel no es el viaje a Estocolmo (si es que para entonces te lo permite la salud) con tu séquito de acompañantes (la Academia sueca te reserva una planta entera del hotel Rey Gustavo), aunque mira a quién vas a invitar, procura que sea un coro de ángeles jovencísimas que te lleven en volandas…
            Lo mejor del Nobel no es la justicia poética, ni la justicia divina (la justicia sólo es de Dios), ni que un rey de otro país te imponga una medalla que mereces, que has merecido siempre, pero que en ese instante no merecerás. Lo mejor es volver a ese café donde has escrito y has soñado y has conocido el amor, y dejar caer esa medalla como un dólar de plata sobre el mármol de la mesa…
           Porque lo mejor del Nobel no es el Nobel en sí, sino la hermosa periodista que te esperará en el aeropuerto de Barajas el día del regreso…
            Porque el Nobel no es nada, lo verdaderamente importante es que el domingo siguiente haces el saque de honor en el estadio del Madrid.


Eduardo Fraile

sábado, 12 de noviembre de 2016

Bar Paly

         Escribo su nombre al fin, tras haber visto mucho una serie americana de agentes de inteligencia. Después de Le Carré (después de Smiley) todo parece cosa de los satélites y la tecnología, pero de pronto aparece Ana (Anastasia) Kolchec en una trama digna de Tolstoi o Dostoievski. Qué hermosa es. Qué manera de llenar la pantalla con su profunda belleza. Trágica, se diría. Le va bien ese papel de hija de un espía ruso (Arcadi Kolchec/ Vyto Ruggins), parecidísimo, por cierto, a nuestro inefable Paesa. Los episodios donde ella sale ─4 o 5, no más─ son magníficos. Y no sólo por ella, pero ella es la clave de todo, con cualquier otra actriz el edificio ─el artificio─ se vendría abajo con estrépito.
            Podría buscar qué películas ha hecho, perseguirla por las olas procelosas de Internet. Pero yo me parezco quizá más a su padre ─en la ficción─: no uso aparatos. De hecho, he esperado con paciencia a verla en alguna de las reposiciones del NCIS Los Ángeles, que es donde me la encontré por vez primera. Doy gracias al Dios que hace a los ángeles con alas por haberla creado, por haberla hecho real. Y por eso he conseguido extraer su nombre de los veloces títulos de crédito, Guest Stars. Lo cierto es que le pega más su nombre en la ficción… es lo que tiene ser ─además de todo lo que vengo diciendo─ una excelente actriz. Pero ojalá en la vida real sepa administrar su belleza con sabiduría. No parece que pudiera haber nadie capaz de merecerla, con la posible excepción de mí mismo…


Eduardo Fraile

sábado, 5 de noviembre de 2016

Melancolía

            Ya era entrado el otoño, esos días de octubre, de noviembre quizá, dorados y esturados, con olor al humo de las hogueras en el campo y al de las chimeneas de las casas, que ya se iban encendiendo las lumbres y las glorias, pero eran tardes de verano trasplantadas al otoño, e incluso se echaba de menos ver las bicicletas de los veraneantes por la carretera. Y algo nos llevaba a los lugares, al río, al Marrandiel, donde fuimos felices, y si se aguzaba el oído aún resonaban las risas de las pelirrojas, que ya no estaban aquí y, a lo mejor, como mucho, vendrían todavía algún fin de semana, o por los Santos el 1 de noviembre, quizá. Tardes recamadas de oro, como bordadas por las abejas de la luz. Tardes de lágrimas en silencio, sentados en la ribera del Hontanija, dejando que los peces vinieran a asomarse, extrañados de que ya no trajéramos las cañas.
            Y nos volvíamos al anochecer, envueltos en la melancolía que no sabíamos bien si brotaba de nosotros o era la bruma, las guedejas o vedijas de vapor que iban quedándose prendidas en las espinas de nuestro dolor, repletos y vacíos, añorantes y solos, pisando hojas de bronce que crujían y piedras que sólo suspiraban, ángeles, vagabundos, mártires, enamorados…


Eduardo Fraile