sábado, 27 de enero de 2018

Le Carré

Su mirada como el cielo de un poema
de Bertolt Brecht sobre el que se posara un instante
la nube blanca de sus cejas, no sé, leí sus libros
con ansiedad, noches enteras
persiguiendo a Ann Smiley por frases como calles
de una ciudad que no era Londres, sino mi corazón.
Hoy es un siglo nuevo y él pastorea su edad
(el rebaño de ovejas como nubes
de sus años sin ella) como un Dios compasivo
de dulzura inquietante. Qué hacer
con la redonda eternidad después de haber causado
(al crear su belleza) semejante turbación
en el Universo.
Quienes hemos amado
(y él es el primero) de verdad su criatura de ficción,
es decir, quienes hemos sido también sus personajes,
le debemos una vida.
La mejor


Eduardo Fraile

sábado, 20 de enero de 2018

Nines

            Así que Nines se convirtió sin querer en el alma de La Luna, en su misterio y en su magia. No es que Tony anduviera buscando una línea editorial, por así decir, pero aquella camarera menudísima, seria y eficaz tocó, transfiguró aquel espacio con su encanto casi minimalista. Y La Luna fue ella en adelante (también un poco yo, y los habituales que trasladamos allí el salón de nuestra casa, pero Nines lo aglutinaba todo y le daba sentido de totalidad). Por lo general había otro camarero masculino que iba cambiando cada poco, pero ella, secretamente, permanecía. Y ese encanto personal del que hablo estaba lleno de gracia, y de sensualidad, por supuesto, pero su belleza parecía estar diciendo: disfrutad de mí, pero no me toquéis. Muchos se enamoraron de ella, era inevitable, pero lo normal ─mi caso, por ejemplo─ era adorarla y sentir su calor cercano y distante de hermana, liberados de la ansiedad, de la urgencia, de los terribles estragos del deseo de posesión.
         O sea que no me enamoré de Nines. Yo ya venía enamorado de casa, y me enamoraría muchas veces más en el futuro (algunas allí mismo), pero incluso en el hipotético caso de que ella me hubiese correspondido, aquello hubiera supuesto un problema logístico. No puede durar uno mucho tiempo sentado en un café (y yo hacía allí horas y horas) alimentando una pasión a base de miradas. Es más, mirarla así, admirar su sinfonía de movimientos exactos y gráciles me daba paz, me serenaba interiormente, y sentía la caricia pura de la belleza sobre mi corazón. Estaba fuera del Tiempo (o eso parecía). Jugaba con la distancia y la gravitación universal, quizá las cosas se ponían en marcha con las órdenes de su mente como en una especie de telequinesia. Jamás oí que se rompiera un vaso o un platillo o una taza de café. Siempre tomaba la decisión más económica y brillante para ejecutar un movimiento. Nada chirriaba. El Universo era así, tenía que ser así para que los planetas no chocasen unos con otros. Luego leeríamos a Nietzsche, o lo habíamos leído ya, mejor dicho, en los días del colegio, aquellas frases suyas llenas de poesía: el Universo se mantiene a sí mismo en tensión merced a la desconfianza mutua de sus galaxias. Pero este no era el caso. En los momentos de mayor agitación, cuando la barra estaba llena y todo el mundo pedía a la vez, ella creaba una burbuja de silencio donde reinaban el orden, la rapidez y la serenidad. Casi se manejaba mejor ella sola que con el otro camarero, siempre más lento, con el que debía preocuparse por no tropezar. Eran las horas del café, o de la media tarde, cuando los ríos humanos que venían de las Delicias atravesando el túnel de Labradores paraban en el semáforo de la Cruz Verde y dejaban aquí parejas, grupos de estudiantes y alguna individualidad maravillosa que quizá trastocaría el orden del universo con una caída de pestañas o un deje de la voz, o simplemente la manera con que se desplazaba en el espacio y el tiempo. Cuerpos celestes no identificados aún, de secreta procedencia ─¡de las Delicias!, de más secreta aún destinación…


Eduardo Fraile

sábado, 13 de enero de 2018

El eterno retorno

            Creo que tu hija no sabe quién soy. Quién fui contigo. Quiénes fuimos tú y yo. Si lo supiera, si lo descubriera ella misma, si se lo confesase yo… ¿cambiarían las cosas? Se diría que, de alguna manera, estaba escrito que nos conociéramos así, como en un eterno retorno de nosotros, una nueva órbita alrededor de… ¿qué? Tentado estoy de escribirte una carta, quizá quiero que seas tú quien descubra la cosa, si la cosa ha de ser descubierta, espiando el móvil de tu hija, o su tablet, o donde sea que ella guarde sus secretos. Y nuestra relación sólo puede ser ─existir─ en el secreto. Pero ese peligro, que no quiero evitar, lo convierte todo en maravillosamente efímero, fragilísimo y doble o triplemente milagroso. Cada día, cada instante, cada beso, cada caricia, cada palabra, cada lágrima… cada susurro del viento en las hojas de los árboles donde los pájaros cantan ─cuentan─ los pasos hacia el abismo, hacia la destrucción no ya de nuestro amor, sino de nosotros… cada segundo de esa cuenta atrás donde todo estallará… todo, y nada, porque cada latido podría ser el último, se convierten así en eternidad…


Eduardo Fraile

sábado, 6 de enero de 2018

La Luna

            Era mi café de Valladolid, mi primer café de escritor y de poeta, donde pasaba las horas que entonces eran del color de los sueños, del tacto de los versos, de los besos de las bocas de nuestros primeros amores reales y efectivos con nombres como Helena o Belén o Teresa o Lourdes, demasiado de verdad para seres tan angelicales, porque revestíamos incluso la carnalidad de espiritualidad y de misterio, como elevábamos la realidad (nuestra prosaica cotidianeidad) a las etéreas esferas de la literatura. Rosa, Teresa, Luisa, Nazareth, Anunciación.
                Me solía sentar en un ángulo desde el que contemplaba la puerta de la calle y el incesante pasar de la gente por la plaza de la Cruz Verde, y a la vez me veía a mí mismo en dos espejos enfrentados, uno grande, de molduras doradas, al fondo del café, a mi espalda, y otro más pequeño que tapaba el cuadro del contador de la luz. Así que tenía delante el bullicio interior y exterior, pero a la vez como que me preservaba y me aislaba la burbuja espacio-temporal del juego de miradas de los dos espejos. ¿Quién era ese joven que escribía versos mientras iba dando sorbos a una taza de café?
            ¿Y quién sería en el improbable futuro? Quizá mi primer retrato de escritor era el espejo pequeño de La Luna, según se entraba a la derecha. Luego esos dos espejos desaparecieron cuando Tony, años después, traspasó el negocio a dos hermanos de Burgos, Arturo y Coral, que pusieron sendos cuadros de Ramón Abril en esos huecos, restándole profundidad y misterio a aquel salón que había sido hasta entonces el salón de mi casa.
            Tony había venido de la montuosa Asturias, y parecía un capitán de barco inglés, con su bigote rubio casi ya de otra época, con su curvatura y con sus guías, que no sé si se engominaba o no, alto, de ojos azules y una juventud como en los veintisiete o treinta y pocos, que para nosotros, que rondábamos los veinte, ya era casi la madurez: su experiencia, su cosmopolitismo, el hecho de que hubiera puesto La Luna en lo que fuera El Segoviano, una bodega de las de siempre, con su mostrador de mármol con surtidor para lavar los vasos… Tony tenía una novia morena, Ana, llena de misterio, y camareros y camareras que se sucedían con naturalidad, hasta que Nines se afianzó en los corazones de los habituales (o que se hicieron habituales por ella).
              La belleza de Nines era seria y delicada. De cara redonda y blanca, delgada y elegante de movimientos. Todo lo hacía bien, encontraba intuitivamente la manera más eficaz y maravillosa de ejecutar los miles de tejemanejes de su trabajo. Hablaba bajo y no se daba por enterada de la admiración que iba despertando. Sólo verla actuar ya era un espectáculo. Creo que en el fondo todos reconocíamos en ella la personificación de la magia de aquel café, o directamente la materialización o encarnación del astro que le daba título.
            Si quiero verme ahora allí sentado, con la mirada llena de fuego y de futuro, sólo tengo que pronunciar algunos nombres femeninos, acariciar la textura del papel de hilo de cartas que conservo, perfumadas levemente aún (ya no sabría decir si por el aroma de aquellas que las escribieron o el que les ha añadido el tiempo, que contra lo que se suele creer no huele a humedad o a cerrado, sino a magdalena de Proust) y me contemplo desde varios ángulos a la vez: el retrato que me devuelve el espejo que cubre los registros de la luz, la visión de espaldas que queda en el otro espejo grande, de marco estofado de retablo, y cierta imagen cenital u omnicomprensiva que podría venir desde la barra, donde Nines ejecuta sus exactos movimientos.


Eduardo Fraile