Creo que tu hija no sabe quién soy.
Quién fui contigo. Quiénes fuimos tú y yo. Si lo supiera, si lo descubriera
ella misma, si se lo confesase yo… ¿cambiarían las cosas? Se diría que, de
alguna manera, estaba escrito que nos
conociéramos así, como en un eterno retorno de nosotros, una nueva órbita
alrededor de… ¿qué? Tentado estoy de escribirte una carta, quizá quiero que
seas tú quien descubra la cosa, si la cosa ha de ser descubierta, espiando el
móvil de tu hija, o su tablet, o donde sea que ella guarde sus secretos. Y
nuestra relación sólo puede ser ─existir─ en el secreto. Pero ese peligro, que
no quiero evitar, lo convierte todo en maravillosamente efímero, fragilísimo y
doble o triplemente milagroso. Cada día, cada instante, cada beso, cada
caricia, cada palabra, cada lágrima… cada susurro del viento en las hojas de
los árboles donde los pájaros cantan ─cuentan─ los pasos hacia el abismo, hacia
la destrucción no ya de nuestro amor, sino de nosotros… cada segundo de esa
cuenta atrás donde todo estallará… todo, y nada, porque cada latido podría ser
el último, se convierten así en eternidad…
Eduardo Fraile
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