sábado, 31 de enero de 2015

El comando de ETA



            No sé, sería invierno o a comienzos de la primavera, en todo caso hacía sol, un sol con dientes, como decían los griegos maravillosos de la claridad esos días de frío, el escalofrío de la luz, un ángel rubio con bufanda de oro tiritando conmigo al lado de la carretera, dando diente con diente, porque estaba haciendo auto-stop. Y serían como las 10 de la mañana, con un folio que ponía MADRID como único equipaje, y los coches pasaban hasta que se detuvo un Seat 124 (o 1430) y dudé por un segundo, porque parecía completo, pero una mano desde la ventanilla (una mano enguantada de negro) me invitaba ―me conminaba, más bien― a apresurarme.
          Uno de los ocupantes salió y mantuvo la portezuela trasera abierta hasta que penetré dando las gracias, pero arrancamos en silencio, sólo la radio en la que el conductor buscaba una emisora esquiva, hasta que se detuvo en las noticias de Radio Nacional. Por eso supe que eran ya las 10. ―¿Llevas mucho esperando? ―dijo el copiloto. ―Como una hora o así, menos mal, ya empezaba a quedarme pajarito. ―Nada, ahora entras en calor ―y me alargó una petaquilla plateada. ―Joder, qué bueno ―y tosí―. Gracias de nuevo.
            No hablamos más en todo el camino. Eran cuatro, todos mayores que yo, que tenía 19 años, como entre 25 y 30, el conductor algo más, con gafas Ray-Ban verdes y jersey. Los otros iban con cazadoras, la verdad era que mi coreana ―entonces las llamábamos piojos― desentonaba mucho allí, en aquel cubículo de sobriedad y de virilidad, de casi monástico silencio, pensé, yo tampoco es que fuera de muchísimas palabras. No fumaron. No paramos. El conductor lo hacía bien. ―Te dejamos en Argüelles ―dijo, y fue lo único que le oí. Recuerdo su voz como de Frank Sinatra, con ese timbre metálico, como si tuviese un micrófono dentro de la garganta, y me bajé cerca del metro de Moncloa: el mismo que salió al recogerme se bajó para que yo saliera. ―Agur, chico.
            Ya se perdían entre el tráfico y yo seguía allí de pie, clavado por uno de los rayos del sol de mi ciudad natal, que no era el mismo sol que el de Valladolid, nimbado por la luz velazqueña, por la luz madrileña, pan de oro de retablo barroco. Y sólo entonces, en la estupefacción de esa luz, en el estofado de las volutas de unas columnas salomónicas que no estaban allí, y resonando aún en mis oídos (que no oían el tráfico, ni a la señora que me sacudía por el brazo: ―Joven, ¿se encuentra bien?) aquella despedida al fin reveladora, comencé a comprender…

Eduardo Fraile

sábado, 24 de enero de 2015

El abuelo Bernardino II



Le veo ahora sentado en un taburete, sobre un trillo,
con las riendas pendientes de la mano
izquierda y rascándose con la diestra debajo de la boina
amarronada por el sol, pulverulenta…
                                                          Las caballerías
trazan solas sus círculos, sus espirales
infinitas con paciencia profunda, sabias
y bellas. Mulas pintadas por Cuadrado Lomas
o Vela Zanetti. El sol justo en su cenit
cayendo, derramándose en espigas de oro
tronzadas por el pedernal… Francisco Pino, Justo Alejo,
escriben su redonda eternidad
en versos que se curvan, que crujen, lenta paja
de luz, trigo sagrado…
                                   Sobre el trillo,
cubierto por las alforjas, el botijo (la botija,
de boca única tapada con un corcho)  y cantones
para asentar, para forzar a las olas del bálago
a doblar la cerviz, y, a veces,
mínima tripulación a sus órdenes, nosotros,
que somos niños, con nuestros sombreros
de ciudad. Ya no recuerdo
el timbre de su voz, pero cuando le hacíamos rabiar
decía: ¡Papo, coño, los críos de la mierda!
y también: ¡Ay qué jodidos críos, la leche que han mamado!
Le brillaba la barba, dura como una lija
del 7. Cómo se le llevaban los demonios
(o eso fingía él, capitán de aquella nave
legendaria) cuando le llamábamos:
¡Barba azul! ¡Barba azul!

Eduardo Fraile

sábado, 17 de enero de 2015

Los madrileños



Los madrileños éramos nosotros, que veníamos cada verano
en el taxi de Ramón, desde San Telesforo, 10 (desde la misma puerta
de nuestra casa, junto al jardín
donde aparcaba cada fin de semana el camión de las Vespas)
hasta Tordesillas por la carretera Nacional VI, y luego desde allí
a Castrodeza por la comarcal de Torrelobatón y Medina de Ríoseco.
O sea que llegábamos a casa de la abuela Evarista
en un Seat 1500 negro con una raya roja,
y ya olía a longanizas friéndose en la sartén
y a torreznos crujientes con que nos reponíamos del viaje
y se agasajaba a Ramón, que colgaba su gorra
de plato en uno de los clavos de las vigas.
Todo eran gritos de alegría, alguna lágrima,
los besos de la abuela y las tías, que sabían a pan
candeal, al pan lechuguino de Valladolid, tan apreciado en Madrid…
El humo de paja fina de la lumbre, los gatos
merodeando entre nuestras piernas
de niños de ciudad, los ladridos serenos de Milord
y la Canela… Eso era la puerta
de entrada al Paraíso, eso era el regreso
al infinito verano, a las cuadras, a las trillas,
a los cántaros itinerantes, a los escriños de los huevos,
a la nasa para el pan. Las eras, el molino
con su presa de aguas insondables, el plantío, el Marrandiel
con sus álamos altísimos, el río con sus ranas
y sus cangrejos y sus barbos, que pescaríamos y merendaríamos
tardes de oro sin fin. Ramón se volvía solo
tras el almuerzo reconfortador, y salíamos a despedirle a la portada
donde bordoneaban las abejas de la luz. Volvería
a por nosotros en septiembre, pero septiembre no tenía realidad
aún, era como decir… no sé, el día de mañana
como repetían nuestros padres, o cuando seáis mayores, el futuro,
la interminable madurez del verano, la vida…

Eduardo Fraile

sábado, 10 de enero de 2015

Calle Niña Guapa



            En mi ciudad hay una calle que se llama Niña guapa, calle de la Niña Guapa, muy cerca de la mía, que es Industrias, en ese contexto de la plaza Circular, la Vía, Vadillos y San Juan, que es por donde escriben mis pasos palabras incomprensibles, borratajos del niño que no he dejado de ser sobre el cuaderno, sobre el plano, sobre el mapa mudo y a la vez elocuente de Valladolid. Valladolid al filo de mi infancia, se titulaba el hermoso discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Antonio Corral, él ya en el cielo de la literatura pinciana, entre las isobaras nobles y céntricas de Angustias y la Bajada de la Libertad.
            No sé, me reconforta pensar que mi ciudad, que quizá me dedique un día alguna de sus calles insólitas, tenga entre la nomenclatura de su laberinto un tramo que recuerda la belleza sin nombre, olvidada quizá, de una niña del barrio. Se dice que venían de otras zonas de la urbe (como ahora vienen a comprar el pan, que es aquí más barato) para ver la singular belleza de aquella niña. No chica, no muchacha. No pucella. Valladolid, Pucela, que significa en latín precisamente eso: doncella.
            Muy graciosa es la doncella/¡cómo es bella y hermosa!/ Digas tú, el marinero/ que en las naves vivías,/ si la nave o la vela o la estrella/ es tan bella./ Digas tú, el caballero/ que las armas vestías,/ si el caballo o las armas o la guerra/ es tan bella./ Digas tú, el pastorcico/ que el ganadico guardas,/ si el ganado o los valles o la sierra/ es tan bella.
            He recordado, de un tirón, este hermoso poema de Gil Vicente. Así debía ser aquella niña, así su belleza novísima, limpísima, sencillísima. Inasible, inaprensible, inaprendible de memoria. Sólo por el corazón.

Eduardo Fraile