En mi ciudad hay una calle que se llama Niña guapa,
calle de la Niña Guapa, muy cerca de la mía, que es Industrias, en ese contexto
de la plaza Circular, la Vía, Vadillos y San Juan, que es por donde escriben
mis pasos palabras incomprensibles, borratajos del niño que no he dejado de ser
sobre el cuaderno, sobre el plano, sobre el mapa mudo y a la vez elocuente de
Valladolid. Valladolid al filo de mi infancia, se titulaba el hermoso
discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Antonio Corral, él ya en
el cielo de la literatura pinciana, entre las isobaras nobles y céntricas de Angustias
y la Bajada de la Libertad.
No sé, me reconforta pensar que mi ciudad, que quizá me
dedique un día alguna de sus calles insólitas, tenga entre la nomenclatura de
su laberinto un tramo que recuerda la belleza sin nombre, olvidada quizá, de
una niña del barrio. Se dice que venían de otras zonas de la urbe (como ahora
vienen a comprar el pan, que es aquí más barato) para ver la singular belleza
de aquella niña. No chica, no muchacha. No pucella. Valladolid, Pucela,
que significa en latín precisamente eso: doncella.
Muy graciosa es la doncella/¡cómo es bella y hermosa!/
Digas tú, el marinero/ que en las naves vivías,/ si la nave o la vela o la
estrella/ es tan bella./ Digas tú, el caballero/ que las armas vestías,/ si el
caballo o las armas o la guerra/ es tan bella./ Digas tú, el pastorcico/ que el
ganadico guardas,/ si el ganado o los valles o la sierra/ es tan bella.
He
recordado, de un tirón, este hermoso poema de Gil Vicente. Así debía ser
aquella niña, así su belleza novísima, limpísima, sencillísima. Inasible,
inaprensible, inaprendible de memoria. Sólo por el corazón.
Eduardo Fraile
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