Le veo ahora sentado en un
taburete, sobre un trillo,
con las riendas pendientes de
la mano
izquierda y rascándose con la
diestra debajo de la boina
amarronada por el sol,
pulverulenta…
Las caballerías
trazan solas sus círculos, sus
espirales
infinitas con paciencia
profunda, sabias
y bellas. Mulas pintadas por
Cuadrado Lomas
o Vela Zanetti. El sol justo en
su cenit
cayendo, derramándose en
espigas de oro
tronzadas por el pedernal…
Francisco Pino, Justo Alejo,
escriben su redonda eternidad
en versos que se curvan, que
crujen, lenta paja
de luz, trigo sagrado…
Sobre el
trillo,
cubierto por las alforjas, el
botijo (la botija,
de boca única tapada con un
corcho) y cantones
para asentar, para forzar a las
olas del bálago
a doblar la cerviz, y, a veces,
mínima tripulación a sus
órdenes, nosotros,
que somos niños, con nuestros
sombreros
de ciudad. Ya no recuerdo
el timbre de su voz, pero cuando
le hacíamos rabiar
decía: ¡Papo, coño, los
críos de la mierda!
y también: ¡Ay qué jodidos
críos, la leche que han mamado!
Le brillaba la barba, dura como
una lija
del 7. Cómo se le llevaban los
demonios
(o eso fingía él, capitán de
aquella nave
legendaria) cuando le
llamábamos:
¡Barba azul! ¡Barba azul!
Eduardo Fraile
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