No sé, sería invierno o a comienzos de la primavera, en
todo caso hacía sol, un sol con dientes, como decían los griegos maravillosos
de la claridad esos días de frío, el escalofrío de la luz, un ángel rubio con
bufanda de oro tiritando conmigo al lado de la carretera, dando diente con
diente, porque estaba haciendo auto-stop. Y serían como las 10 de la mañana,
con un folio que ponía MADRID como único equipaje, y los coches pasaban hasta
que se detuvo un Seat 124 (o 1430) y dudé por un segundo, porque parecía
completo, pero una mano desde la ventanilla (una mano enguantada de negro) me
invitaba ―me conminaba, más bien― a apresurarme.
Uno de los ocupantes salió y mantuvo la portezuela
trasera abierta hasta que penetré dando las gracias, pero arrancamos en
silencio, sólo la radio en la que el conductor buscaba una emisora esquiva,
hasta que se detuvo en las noticias de Radio Nacional. Por eso supe que eran ya
las 10. ―¿Llevas mucho esperando? ―dijo el copiloto. ―Como una hora o
así, menos mal, ya empezaba a quedarme pajarito. ―Nada, ahora entras en
calor ―y me alargó una petaquilla plateada. ―Joder, qué bueno ―y
tosí―. Gracias de nuevo.
No hablamos más en todo el camino. Eran cuatro, todos
mayores que yo, que tenía 19 años, como entre 25 y 30, el conductor algo más,
con gafas Ray-Ban verdes y jersey. Los otros iban con cazadoras, la
verdad era que mi coreana ―entonces las llamábamos piojos― desentonaba
mucho allí, en aquel cubículo de sobriedad y de virilidad, de casi monástico
silencio, pensé, yo tampoco es que fuera de muchísimas palabras. No fumaron. No
paramos. El conductor lo hacía bien. ―Te dejamos en Argüelles ―dijo, y
fue lo único que le oí. Recuerdo su voz como de Frank Sinatra, con ese timbre
metálico, como si tuviese un micrófono dentro de la garganta, y me bajé cerca
del metro de Moncloa: el mismo que salió al recogerme se bajó para que yo
saliera. ―Agur, chico.
Ya se perdían entre el tráfico y yo seguía allí de pie,
clavado por uno de los rayos del sol de mi ciudad natal, que no era el mismo
sol que el de Valladolid, nimbado por la luz velazqueña, por la luz madrileña,
pan de oro de retablo barroco. Y sólo entonces, en la estupefacción de esa luz,
en el estofado de las volutas de unas columnas salomónicas que no estaban allí,
y resonando aún en mis oídos (que no oían el tráfico, ni a la señora que me
sacudía por el brazo: ―Joven, ¿se encuentra bien?) aquella despedida al
fin reveladora, comencé a comprender…
Eduardo Fraile
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