Era mi café de Valladolid, mi primer
café de escritor y de poeta, donde pasaba las horas que entonces eran del color
de los sueños, del tacto de los versos, de los besos de las bocas de nuestros
primeros amores reales y efectivos con nombres como Helena o Belén o Teresa o
Lourdes, demasiado de verdad para
seres tan angelicales, porque revestíamos incluso la carnalidad de
espiritualidad y de misterio, como elevábamos la realidad (nuestra prosaica
cotidianeidad) a las etéreas esferas de la literatura. Rosa, Teresa, Luisa,
Nazareth, Anunciación.
Me solía sentar en un ángulo desde
el que contemplaba la puerta de la calle y el incesante pasar de la gente por
la plaza de la Cruz Verde, y a la vez me veía a mí mismo en dos espejos
enfrentados, uno grande, de molduras doradas, al fondo del café, a mi espalda,
y otro más pequeño que tapaba el cuadro del contador de la luz. Así que tenía
delante el bullicio interior y exterior, pero a la vez como que me preservaba y
me aislaba la burbuja espacio-temporal del juego de miradas de los dos espejos.
¿Quién era ese joven que escribía versos mientras iba dando sorbos a una taza
de café?
¿Y quién sería en el improbable
futuro? Quizá mi primer retrato de escritor era el espejo pequeño de La Luna,
según se entraba a la derecha. Luego esos dos espejos desaparecieron cuando
Tony, años después, traspasó el negocio a dos hermanos de Burgos, Arturo y
Coral, que pusieron sendos cuadros de Ramón Abril en esos huecos, restándole
profundidad y misterio a aquel salón que había sido hasta entonces el salón de
mi casa.
Tony había venido de la montuosa
Asturias, y parecía un capitán de barco inglés, con su bigote rubio casi ya de
otra época, con su curvatura y con sus guías, que no sé si se engominaba o no,
alto, de ojos azules y una juventud como en los veintisiete o treinta y pocos,
que para nosotros, que rondábamos los veinte, ya era casi la madurez: su
experiencia, su cosmopolitismo, el hecho de que hubiera puesto La Luna en lo
que fuera El Segoviano, una bodega de
las de siempre, con su mostrador de mármol con surtidor para lavar los vasos…
Tony tenía una novia morena, Ana, llena de misterio, y camareros y camareras
que se sucedían con naturalidad, hasta que Nines se afianzó en los corazones de
los habituales (o que se hicieron habituales por ella).
La belleza de Nines era seria y
delicada. De cara redonda y blanca, delgada y elegante de movimientos. Todo lo
hacía bien, encontraba intuitivamente la manera más eficaz y maravillosa de
ejecutar los miles de tejemanejes de su trabajo. Hablaba bajo y no se daba por
enterada de la admiración que iba despertando. Sólo verla actuar ya era un espectáculo. Creo que en el fondo todos
reconocíamos en ella la personificación de la magia de aquel café, o
directamente la materialización o encarnación del astro que le daba título.
Si quiero verme ahora allí sentado,
con la mirada llena de fuego y de futuro, sólo tengo que pronunciar algunos
nombres femeninos, acariciar la textura del papel de hilo de cartas que
conservo, perfumadas levemente aún (ya no sabría decir si por el aroma de
aquellas que las escribieron o el que les ha añadido el tiempo, que contra lo
que se suele creer no huele a humedad o a cerrado, sino a magdalena de Proust)
y me contemplo desde varios ángulos a la vez: el retrato que me devuelve el
espejo que cubre los registros de la luz, la visión de espaldas que queda en el
otro espejo grande, de marco estofado de retablo, y cierta imagen cenital u
omnicomprensiva que podría venir desde la barra, donde Nines ejecuta sus
exactos movimientos.
Eduardo Fraile
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