Tómame sin miramientos. Saquéame.
Despójame. Arrasa conmigo. Que no quede piedra sobre piedra de mí. Quiero ser
una ciudad devastada, incendiada como Troya. Házmelo siete veces y sepúltame
una vez sobre otra, como las siete ciudades que los arqueólogos van
desenterrando. Incluso entonces seguiré diciendo tu nombre…
***
¿A que no sabes lo que he soñado?
Ibas por el borde de un río, que
luego no era un río, sino un precipicio o un acantilado, o un cañón. A lo mejor
el río iba allí abajo sorteando las piedras, apenas un hilillo de plata o una
lagartija verde. Y yo te seguía llamándote, pero tú no me oías por el ruido del
agua, como de cascada o de torrente, que no cuadraba mucho con el caudal que se
arrastraba allí abajo, y yo tenía miedo no te fueras a caer por las paredes de
roca viva, como de pedernal. Gritaba tu nombre y te decía, espérame, espérame,
y al final te volvías y mirabas donde debía estar yo, pero no me veías. Y me he
echado a llorar con esta angustia de ser invisible e inaudible, y de no poder
llegar hasta ti.
***
Tus manos. Manos de pianista, de
mago, manos femeninas y viriles a la vez, hechas para acariciarme. Yo soy el
instrumento que tocas. Yo soy tu máquina de escribir. Yo soy tu máquina de
tener orgasmos y proporcionártelos a ti. Yo soy tu máquina de follar. Y tus
manos me activan, me encienden, me ponen a mil. Cómo lo haces, cómo tocas de
bien. Mi piel te reconoce, y a través de ella todas las células de mi cuerpo se
ponen a trabajar para ti, que las tienes a tu merced. Por eso tengo esta
sensación de no dominar mi cuerpo, sino que él actúa por su cuenta. Por eso es
tuyo en el sentido literal. Me tocas y mi centro de gravedad, incluso, cambia.
Ya no me sostienen las piernas y tienes que cogerme en tus brazos, y depositarme
sobre la cama y hacerme todas esas cosas que me haces para convertirme en
música, en palabras que no había dicho nunca antes, en oleaje voluptuoso, en
placer desgarrador, en grito.
Eduardo Fraile
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