En el almacén de Balneario. Las
filas de estanterías en paralelo, para ganar espacio, estableciendo pasillos
muy estrechos entre ellas. Explorábamos. Nos perseguíamos. Jugábamos al
escondite. Nos subíamos por las baldas de mecano, que iban del suelo al techo.
Descubríamos.
─Mira, toda esta fila es del primer
libro de Pedro. Está jovencísimo en la solapa.
─A ver, a ver.
─En
un vértice agudo y penetrante. Hmm. Podemos leerlo en la cama.
─Madrid, 1969. Tienes razón, son
ejemplares de su primer libro. Qué joven está, casi no se le reconoce sin
barba.
─Me va a gustar. Léemelo entre polvo
y polvo.
─Te voy a dar yo a ti.
Yo sólo había leído Épica inversa. Estos poemas casi
adolescentes me descubrían a Pedro Gómez Cornejo. Alonso Cordel, el hecho mismo
de usar un seudónimo (o atribuírselos a un heterónimo), suponía ya
desdoblamiento, encubrimiento, disfraz. Me emocionó mucho tocar su alma,
sorprenderla casi de extranjis. Ese
libro estaba retirado de la circulación. ¿Se avergonzaba de
─Casi mejor que no sepa que lo hemos
descubierto, no le digas nada.
─Me lo podía firmar.
─Que no, yo creo que no quiere
recordar esa época, por lo que sea.
─¿A lo mejor un amor?
─A lo mejor la respuesta está dentro
del libro.
Porque como todo primer libro de
poemas, era una historia de amor. Y allí estaba la respuesta, para quien
supiera buscarla. O, más bien, la pregunta. La eterna y primigenia y alboreal
pregunta que todos nos hacemos, que se hace a sí mismo el propio lenguaje sin
esperar respuesta.
Recuerdo el poema "Canción de
amor a dos voces", tan semejante a lo que hacíamos Iowa y yo entre polvo y polvo. Nos gustó muchísimo
este libro. El último poema lo recitábamos alternativamente. Era el que le daba
título. Iba enumerando cosas redondas: Los grifos de la noche son redondos, los
lapiceros ─¡tus Faber Castell!─ son
redondos, las gotas de sangre, etcétera, las pupilas de nuestros ojos…
Y así íbamos ensanchando el poema
con invenciones de nuestra cosecha, hasta que decidíamos rematar a dúo con el
acorde final:
─Y
sin embargo, tu corazón y el mío
terminan en un vértice agudo y penetrante.
Eduardo Fraile
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