Luis y Montse vivían en Alonso
Pesquera, 13, una casa que hoy ya no existe, casi toda esa acera es un solar
tras el incendio del almacén de maderas que hubo allí. Quizá cuando les conocí
vivían en otra calle, pero esa casa, un primero de techos altos y alcobas como
las de antes, fue también un poco mi casa, como la de tantos otros amigos que
compartimos su hospitalidad y generosidad. Luis y Montse eran esa pareja muy
joven que habían decidido vivir juntos y tirar para adelante, sin importarles
la escasez o las dificultades económicas, seguros y fundados en la
indestructibilidad de su amor. Luis (que escribía poemas también) era rubio,
con rizos, ojos azules y cara de ángel de retablo, como los del Museo de
Escultura Policromada. Se iba a descargar camiones al Mercado Central, y lo que
hiciera falta. Montse parecía un poco más mayor, estudiaba Filosofía, y era la
que hacía malabarismos con el dinero para conseguir la multiplicación de los
panes y los peces cada día de Dios.
Me cuesta escribir esta semblanza,
este retrato de ellos dos a posteriori, ya en otro siglo, cuando hace casi tres
décadas que se separaron. Creo que viven en Santander, ella en la ciudad, él en
una localidad costera que ahora no recuerdo. Me cuesta incluso decir esto, que cada
uno fue por un camino distinto, aunque para siempre ellos sean uno en mi
recuerdo, como sin duda alguien me verá a mí, ellos mismo quizá, de la mano de
una chica que considerarán inseparable de aquel que fui en aquella época (en
aquella épica) de nuestra juventud.
Naturalmente, también nos veíamos en
La Luna o en los otros cafés a los que íbamos, pero mi recuerdo se centra en
esas noches que nos quedábamos en su casa, sentados en el suelo, hablando hasta
las tantas de poesía y de literatura, bebiendo el café de puchero que hacía
Montse colándolo con una manga de tela como había visto hacer a la abuela
Evarista, en Castrodeza. Y cómo ese corro que se formaba en el salón de los
balcones que daban sobre Alonso Pesquera iba mermando según pasaba el tiempo, y
al final nos quedábamos solos ellos y yo con mi conquista más reciente, y
Montse decía entonces: no os vayáis,
quedaos a dormir aquí. Y quizá esa noche hacíamos el amor por primera vez.
Hay hueco, sí, en esa calle de
Valladolid, como si algo quisiera decirme que ciertas cosas no pueden volver.
Que quizá allí morimos todos una vez y los que somos ahora no merecemos la
resurrección.
He hablado del París, uno de los
últimos garitos nocturnos antes de ir a las discotecas. Y de que todo podía
pasar allí. Una noche de Navidad o Reyes, con nieve sobre los coches y quizá
con esa luz irreal de las farolas de esas calles últimas de la Rondilla de
Santa Teresa… me llegué hasta el París. Fui solo. No sé. Con un abrigo negro de
siete octavos. Había gente en la calle brindando con champán. Y entre los
conocidos, Luis y Montse. Luis había bebido mucho, se le oía desde lejos. Me
acerqué con intención de saludar… Una chica me besó: ─Qué elegante, Por Dios. Y casi sin solución de continuidad, Luis
del Álamo comenzó a insultarme a voz en grito con palabras que me sería difícil
incluso reproducir aquí. No hice caso, aunque estaba perplejo, y esto le
encendió más aún. Vino hacia mí y me empujó contra un coche… Le esquivé como
pude y él cayó de bruces sobre el capó, estampándose en la nieve.
Al día siguiente no se acordaba de
nada. Pero este incidente me dio mucho que pensar, y aún hoy, y muchas veces a
lo largo de los años, lo revivo y lo lamento, y lo asumo, y he aprendido a
aceptar con incredulidad y estupor mi cruz más onerosa y ominosa y cruel: mi
condición de envidiado.
Eduardo Fraile
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