Paco
Casado (Paquillo). Barra de la taberna El Pala, calle San Blas, 1991.
Interior/día
Os apuesto lo que queráis a que va a
pagar ella. Siempre, desde que le conocí en La Luna a principios de los 80,
cuando estaba el Tony, el poeta va con tías como ésa, que no sé de dónde las
saca, el muy cabrón. La cosa es que él no liga nunca, pero caen como moscas. Y
siempre pagan ellas. Una vez se me ocurrió decir media palabra sobre él, en la
barra del Capitol o del Flash-K, no me acuerdo. Pues estaba allí pidiéndose un
gin-tónic una de sus conquistas, que creo que ni salían ya ni nada. Y a que no
sabéis qué pasó. No, un puñetazo no me dio, pero sí me tiró el gin-tónic a la
cara, con piedras de hielo y toda la pesca. No, en La Curva debió ser, que
estaba el Ángel. Ahí me di cuenta de que algo tendría que tener, el gilipollas
ése…
***
Javier
Prieto Calleja recuerda, años después
Yo acompañaba a Eduardo a la
guitarra, en sus primeros recitales. Ensayábamos en casa de mi madre, en la
calle Asunción. La verdad es que no era difícil, me conocía al dedillo sus
poemas. No se parecían en nada a lo que escribe ahora, que es casi narrativa
confesional. Pero toda esa claridad y luminosidad de su escritura viene de
entonces, cuando las palabras saltaban como fuegos artificiales en medio de la
noche. Yo entonces llevaba el pelo largo. Tengo la cara delgada y pálida, y a
veces me confundían: creían que el poeta era yo. Daba la imagen romántica del
poeta bohemio, enfermo de tisis, a punto de dejar la vida. Y la cosa es que
tuve luego una tuberculosis de verdad… Escribí un prólogo para su primer libro "Ningún
otoño es amar…", lo titulé: Guía
para lecturas esquivas, y era un triálogo
entre el poeta, un cerezo y el viento…
***
Teresa
Seoane. Exposición Internacional de Lisboa, 1996. Pabellón de España.
Interior/día
Nunca le dije nada, pero yo iba allí
por él. De repente empezó a salir con una chica muy guapa, parecía modelo, o
algo así. Vestía muy bien. Ya casi no se le veía solo, estaban siempre juntos.
Me moría de envidia…, pero si antes no me había atrevido, ahora menos aún.
Incluso me alegré por él. Se le veía feliz de verdad. Ya no tenía esa cosa de
soledad y desamparo que le rodeaba a veces, y que le hacía tan atractivo. Pensé
que no duraría. Esa clase de chicas no suelen durar… Dejaron de ir por La Luna,
o al menos yo ya no les veía allí. Probé a ir a otras horas, y nada. El rubio
de los bigotes, que debía ser el jefe, me dijo un día que se habían ido a
Estados Unidos, así que yo también dejé de ir poco a poco a aquel café. Volví a
verle años después, un verano, aquí en Lisboa, y entonces sí le hablé.
Eduardo Fraile
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