He dicho en algún momento de este
diario algo sobre la voz de Elena. Su calidez confidencial, casi confesional, su timbre de secreto. Su lacre de secreto, su carta escrita y
sellada que sólo podía abrir el elegido por ella. Y así era su voz, una carta
traída por un mensajero como en los cuentos, a caballo, a través de bosques
tenebrosos, atravesando peligros, y que nos era entregada con una reverencia
profunda o con una genuflexión. Así llegaba su voz a nuestro corazón deseante,
sediento…
Yo bajaba por Alonso Pesquera, por
la acera del Santuario. Sería marzo o abril, quizá mayo. Llevaba un jersey
negro y unos Levi′s también negros, y una bolsa de lona militar, donde guardaba
los cuadernos y los lápices de dibujo. Daban las 7 en el campanil del Colegio
de los Escoceses. Y de repente algo cayó de lo alto ─¡zas!─ y se me quedó prendido del jersey. Justo sobre el corazón,
que se me desbocaba con el susto. Y me batía como con eco, pues otro latido
menor venía a sumarse, a incorporarse a él: era un pajarillo muy oscuro, una
cría de golondrina o de vencejo, y entré en La Luna condecorado con esa medalla
viva que se aferraba al tejido del jersey con desesperación.
Elena estaba en la barra, sola,
tomándose una ginebra con limón exprimido. Todo sucedió con sorpresa y
naturalidad, como si tuviésemos una cita que no teníamos, y así, a cuenta del
pajarillo, me llovió también sobre el alma su voz de terciopelo acariciado y
acariciador, y esas dos suavidades, la de las plumas del vencejo (─es un vencejo, si se cae da con las alas en
el suelo y no se puede elevar), que ella atusaba con uno de sus dedos, y la
de sus palabras dirigidas a mí por primera vez, se sumaban también a la emoción
del momento.
─¿Has
quedado? ─me susurró.
─No,
¿y tú?
─Yo
tampoco, había bajado sólo para estirar las piernas.
Se quedó pensativa, como tramando algo, y me tiró de una manga:
─Pues
ven. Vamos a soltar al vencejo desde mi tejado.
Y subimos a la buhardilla que yo ya
conocía, y accedimos al tejado por una tronera desde su habitación. Allí
arriba, sentados en las tejas, intentábamos soltar las patitas engarfiadas del
vencejo, que luego tampoco se quería desprender de mi mano. De hecho, me hizo
un poco de sangre en un dedo, que ella me chupó:
─Sana,
sana, culito de rana…
Y así fue como tras lanzar al
vencejo contra el cielo de la primavera ─sí que debía ser más bien el mes de
mayo─, nos besamos, y allí mismo, sobre una catástrofe de tejas rojas que se
resquebrajaban, hicimos el atardecer.
Eduardo Fraile
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