De las Delicias venía una marea de
belleza popular que atravesaba las vías del tren a través del estrecho túnel de
Labradores. Tenía este túnel, tiene aún en la actualidad en pleno siglo XXI, un
aire de refugio antiaéreo: las luces protegidas por toscos alambres, su
estructura de bóveda baja, casi asfixiante, y el olor a grasa de locomotora, da
igual que sean ahora los AVE los que transiten sobre nuestras cabezas. Y
nosotros, que no vivimos la guerra, siempre que pensábamos en bombardeos nos
imaginábamos dentro de ese túnel como del Metro de Madrid que no teníamos en
Valladolid. Y esa marea dejaba en la plaza de la Cruz Verde algunas conchas de
rara hermosura, y allí estaba La Luna, nuestro
Café, para que se posaran. Creo que los astronautas de los Apolos volvían
cargados de piedras lunares, que no sé cómo podían despegar con sus
rudimentarias naves espaciales. No nos hacía falta ir allí a por algo fuera de
serie, o de órbita, o de planeta… Lo teníamos en las mesas camilla del Café, o
en la barra, esperando, que quizá miraban el reloj o no lo miraban, pero ya nos
parecía asombroso que alguien hiciera esperar a chicas como aquellas.
Cruzar aquel túnel al volver de
noche a sus casas tenía que dar mucho miedo, así que, además de bellas, eran
valientes, o su belleza tenía esa nota de riesgo y de aventura que las tornaba
irresistibles. Una de aquellas musas de las Delicias se posó una tarde
delicadamente junto a mí.
─Me
he fijado en que siempre estás escribiendo. Déjame que me siente un poco aquí
contigo. Creo que me han dado plantón.
Y así supe su nombre de campana, su
trenza larga y rubia, sus zapatos de chico. ′Me
compro zapatos de chico, ando mejor, y como soy alta no me van mucho los
tacones′. Lo cierto es que a su belleza le sentaba de maravilla ese
contraste, porque también los vaqueros y las camisas que usaba (′son de Londres, me los traen mis hermanos′)…
Santo Dios, y estaba de repente a mi lado, como un ángel recién caído en la
Tierra que se hubiera puesto cualquier cosa para ocultar las alas, y todo el
mundo nos miraba (la miraban a ella, preguntándose qué habría visto en mí).
─Yo
también me fijaba en ti aunque no lo pareciera. Tienes Imán.
Se había traído un vaso alto
también, sin tacones, con un trozo de limón y algo transparente. En adelante no
volví a verla acompañada. A veces se sentaba conmigo y otras veces ─esas otras
veces iba más arreglada─ se bebía una
tónica rápidamente y salía a la parada de taxis.
Me empezaron a doler esos taxis
incógnitos que se la llevaban seguramente a una cita que ya no quiso exhibir en
nuestro Café. Porque ella lo bautizó
así desde aquel primer impacto, contacto, lo que hubiera o hubiese sido aquella
nuestra primera no-cita.
Una tarde llegó especialmente
insuperable: un abrigo rojo de entretiempo abotonado hasta el cuello, medias
color humo (era la primera vez que le veía las piernas) y, esta vez sí, zapatos
de señorita: negros, de medio tacón y hebilla grande y dorada sobre la puntera.
Me empezó a batir fortísimamente el corazón, incluso al principio dudé si no
sería ella, porque también llevaba el pelo suelto, muy corto ─¿dónde estaría su
larga trenza, Dios?─, pero enseguida vino hacia mí con su vaso de tónica:
─¡Hola,
poeta! Me he cortado la trenza, me han dado 25.000 pesetas.
Y se había comprado ese abrigo
ligerísimo, que parecía no pesar sobre su piel, y los zapatos de príncipe.
─Y
luego nos vamos a ir a cenar tú y yo.
Eduardo Fraile
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