Iba
anotando en él lo que le prometían
sin
pedirlo, porque nunca pidió nada
en
absoluto (al principio
por
timidez, o porque intuyera en el fondo que las cosas
se
dan solas, y luego por evitar la decepción).
El
caso es que no esperaba
(o
se esforzaba en parecerlo, tras años de disciplina)
nada
de los demás, especialmente de aquellos que el azar
puso
a su lado, es decir, del prójimo
(del
próximo
en
la distancia y en el corazón). Pero escribía,
iba
anotando en un cuaderno esas promesas
que
brotaban de los labios de modo natural, sin saber cómo
ni
cómo no, y de tanto en tanto (por ejemplo una tarde
lenta
en que se hubieran ido todos) se entretenía en comprobar
su
grado de cumplimiento.
Era
un poco como abrir una puerta
honda,
secreta, o una caja de tiempo (de los tesoros
impalpables),
o como repasar un viejo álbum
de
fotografías en que nos cuesta mucho reconocer a las personas…
Y
cuando se veía en el trance de tener que tachar
tal
o cual cosa (pues las palabras
se
habían hecho realidad, dorado trigo, carne
mortal
y rosa, vida…) no dejaba de extrañarse
y
distendía su máscara de cultivado escepticismo
en
sonrisa (una sonrisa que volvía del tiempo,
del
país de la infancia) fresca súbitamente, con rubios tintineos
de
estupefacción. Lo llamó «el libro de las
promesas incumplidas»
que
se cumplen a veces, sin saber cómo
ni
cómo no, o inclusive sin saberlo ─ni quererlo─ quien nos las hiciera
por
caprichosos, tortuosos, retóricos caminos
del
azar, o quizá del destino,
si
es que no son los dos la misma cosa…
Eduardo Fraile
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