Fue
sólo el tiempo de un café, de pie ante el mostrador de la pastelería.
Recuerdo
varias chicas afanándose con los desayunos, hacendosas,
minuciosas
entre las cremas y las natas, como bordadoras de la espuma
del
día quizá gris, como las piedras del templo de Diana,
allí
al lado, el bosque de columnas que sostenían el tiempo
(el
peso innumerable del tiempo de un café)
sobre
aquella ciudad. Évora, Évora.
Decir
sus sílabas a veces, pronunciar ese nombre
femenino
de resonancia misteriosa y profunda, acariciar el oro
y
la seda del sonido como un río que regresa…
Pero
entre las aguas primigenias de su corriente, una mirada
ya
no suspende el latido de mi corazón. ¿Cuánta belleza
contenían
sus ojos para fijarme allí,
absorto
en ellos, el tiempo de un café, 24 años,
que
quizá era su edad?
No
he podido olvidarla, sola entre las compañeras,
única
y alta y distinta, distinguida en su quehacer
humilde
que desempeña con total sencillez, con elegancia
insuperable.
No he podido olvidarla, pero ya no la recuerdo:
su
dibujo purísimo difuminándose entre la niebla del tiempo
de
un humeante y tembloroso café.
Évora,
Évora. Mi mejor yo se quedó allí contigo,
mudo,
suspenso, adorador (con las rodillas
del
corazón dobladas), allí en pie, ante la puerta del Templo
de
la Belleza.
Eduardo Fraile
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