En la buhardilla de enfrente de La
Luna, por el costado con José María Lacort, vivían Elena, Rosa y Pepe
Rodríguez. Abajo había una tienda de retales muy concurrida por nuestras
madres, que siempre encontraban allí algo con lo que hacernos una camisa o un
pantalón, mucho mejores que los comprados en las confecciones de la calle
Mantería, aunque esto no lo terminaríamos de saber hasta mucho después, siempre
tarde ya, siempre sin remedio, pero en eso consiste ser madre: en saber que
nuestra ingratitud se tornará (se dará la vuelta, como los abrigos en la
postguerra) en piedad infinita, en lágrimas que harán brotar ríos de colores. Algún día os daréis cuenta, nos decían,
y ese día habría de llegar, indefectiblemente, cuando ellas no estuvieran ya.
Pepe Rodríguez bajaba a tomarse sus
vinos, dibujaba cosas en cartones reciclados con rotulador y compartía aquel
palomar que recordaba a mansardas parisinas con Rosa y Elena, pero cada uno por
su lado. Fui conociéndoles poco a poco, como colocando sin querer piezas de un
puzle. Rosa hacía encuestas para la empresa Gallup, entonces se empezaban a
encargar estudios de mercado para todo, no sólo proyecciones de tipo electoral.
Sobre todo cubría campañas para la Sociedad General de Autores, y se pasaba
horas y horas rellenando formularios, muchos de ellos allí mismo, con una
cerveza y unas aceitunas. Cuántos crucigramas de El País hicimos juntos. Su
jovialidad, su energía, sus mejillas siempre como en un día de nieve, su
inteligencia desarmante. Cuando me veía solo, se sentaba a mi lado y era
siempre un torbellino de frescura que se llevaba mis palabras con el montón de
hojas secas del otoño de Verlaine.
Elena, en cambio, era sobrenatural.
No sé lo que el tiempo habrá hecho con su belleza. Seguro que aumentarla aún
más, y eso ya era imposible entonces, así que… a saber. Se vestía (se
desnudaba) con sencillez monacal, casi diría penitencial, vestidos minimalistas
que recordaban a la estameña, al esparto, al yute, no sé, el caso es que así
resaltaba aún más la perfección viva de sus formas. Hay como un límite más allá
del cual incluso el deseo es superado, aniquilado, y algo dentro de nosotros se
pone de rodillas. Y eso era Elena, pero también, y a la vez, era una chica
terrenal, que tenía incluso un novio, Íñigo, también él más cercano a los
ángeles que a los humanos (o quizá sólo el hecho de posar al lado suyo le
transfiguraba).
Cuando subí alguna vez a la
buhardilla de José María Lacort y vi que sólo había un minúsculo retrete y
tenían que lavarse en la pila de la cocina, o bañarse en un barreño de zinc… Me
imaginaba a Elena como una Venus de Boticelli naciendo de esa concha de hojalata…
y era como con sus vestidos talares, aún el universo la señalaba más
nítidamente como a su elegida de ese modo.
Su voz era la puerta a otra
dimensión del sonido. Acariciaba. Tenía un registro casi de bajo, envolvente y
confidencial. Pero tardaría yo algún tiempo todavía en hablar con ella. Ya sólo
eso, ser destinatario de sus palabras, me parecía algo que había que merecer ─y
yo no lo merecía─, o si no encontrárselo por casualidad una tarde de primavera,
como caído del cielo.
Eduardo Fraile
A quienes seguís mis textos a través de esta ventana: me gustaría recuperar ejemplares de las revistas La Luna de Madrid y El Paseante. Si me podéis complacer, estoy a vuestra disposición en tansonville.ediciones@gmail.com o en el teléfono: 652201377
Gracias mil,
Eduardo Fraile
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