Nosotros
contemplamos, con nuestras caritas
de
niños de 8 años, a Neil Armstrong
dar
su pequeño pisotón sobre la Luna, así que nada
en
adelante nos cogería por sorpresa, o eso creíamos nosotros,
y
luego, efectivamente, se produjeron otros pasos
de
ballet lunar, incluso alguna rodadura con extraños
todoterrenos
blancos, pero tras el Apolo 15… ¿o 16?
Kaput,
se acabó lo que se daba, y la NASA nos dejó con un palmo de narices,
huérfanos
de otros mundos que se quedarían sin hollar
por
el hombre. Marte, Venus,
que
parecían accesibles, abordables, ofrecidos a nuestro apetito
voraz,
resulta que no estaban maduros
todavía…
Pero en la superficies de la Tierra
irían
produciéndose cambios dignos de reseñar: las escaleras
mecánicas,
por ejemplo, terror de nuestras madres
en
un principio, o los teléfonos móviles
en
el alborear del siglo XXI, y esa cosa tan parecida al Aleph
de
Borges, que lo contenía todo (o que contenía el Todo,
mejor
dicho, quizá) en sus redes de oro
y
que llamamos Internet. Y los
satélites
orbitando
como lavadoras borrachas en torno del planeta
(de
la planeta, dicho sea en francés), y que propiciaban cosas
impensables
otrora, como saber el tiempo
que
tardará en llegar el autobús a la parada donde estamos esperándole
o
que una leve máquina nos guíe hasta una dirección
desconocida.
Quizá en el fondo todo sea lo mismo
que
en Elea o en Éfeso, Siracusa o Corinto,
cuando
otros hombres daban también sus pasos en la arena
y
se bañaban desnudos en el río del Tiempo…
Ellos
también jugaban con la eternidad, y reían
imaginando
posiblemente las consecuencias que acarrearían
sus
descubrimientos en el improbable Futuro…
Si
es que el Futuro no era una entelequia
también,
o una tortuga a la que Aquiles, el de los pies ligeros, nunca
jamás
daría alcance…
Eduardo Fraile
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