Me recuerdo como estoy en las fotografías de Madrid, con
4 o 5 años, durante la enfermedad de mi padre (las botellas de oxígeno rodando
por el pasillo de nuestro piso de San Telesforo), quizá más pequeño todavía. Me
recuerdo yendo a llevar con mi madre la comida a tío Evaristo, en Castrodeza,
los veranos. Íbamos a la calle los Crespos, casi arriba del todo, una fachada
muy estrecha, una puerta sencilla de madera, de las de cuarterón. Ella llevaba
el pucherillo de la sopa, de cerámica vidriada, con tapa para que no se cayera,
y yo el de los garbanzos y la carne, que tenía menos peligro de derrame, por
así decir. Entrábamos levantando el picaporte (en Castrodeza no se cerraban
nunca las puertas) de la hoja inferior, y allá adentro, muy al fondo, la
habitacioncilla donde yacía tío Evaristo en una cama de hierro con remates de
bronce, como la que he llegado a tener yo andando el tiempo. Seco, alargado,
amarillo, con barba de Don Quijote, tío Evaristo nos recibía semi incorporado
sobre las almohadas. A mí no me gustaba entrar hasta allí, sólo mi madre le
atendía, no sé, algo, la enfermedad, el olor a botica, quizá, se interponía
entre la ancianidad y la niñez como un espeso muro. No nos daremos cuenta de
estas cosas hasta mucho después, cuando quizá nos encontramos en aquel extremo.
Y sí, cuando leí Don Quijote le puse inmediatamente los rasgos recordados,
entrevistos allí al fondo, en la alcoba, del tío Evaristo. El Caballero de la
Triste Figura. No sé si era uno de los hermanos de la abuela (como el tío
Eusterio) en cuya casa/mundo gravitábamos todos los primos Valles los meses de
verano, que se adentraban hasta el Cristo, en Septiembre, cuando las eras iban
ya siendo desertadas por las parvas de paja y los montones de trigo, y apenas
los círculos donde se posaron esas extrañas naves espaciales testimoniaban que estuvieron,
que estuvimos allí. Allí, donde comenzaban a brotar los quitadesayunos…
Eduardo Fraile
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