Y también hubo ese verano
(aunque quizá fueran dos veranos)
en que todos los moros del
mundo, de repente
(los Mohamed, los Alí,
los Abú, los Aladino),
iban con una alfombra al
hombro, como en las Mil y una noches,
pero en plan comercial. O sea
que querían vendérnoslas
―¡Barato, muy barato!
¡Treismil treiscientas!―
a como diera lugar. Subían por
las escaleras
de los pisos (sus convolutos no
cabían en el ascensor),
atravesaban los semáforos,
pisando la dudosa luz
de las horas de la siesta, del
atardecer, perseverantes, constantes,
a punto de desfallecer siempre,
pero siempre invencibles…
y por esas carreteras de Dios
que llevaban a los pueblos
profundos de Castilla, a pie,
por los arcenes
(quiero decir por las cunetas):
―¡Mira!
¡Un moro con alfombra! Quijotes con su lanza, profetas
cristianos con su cruz.
Surgieron de la nada
y parecía que siempre, desde el
siempre absoluto
(como si nunca hubiera habido
una invasión, una conquista,
y luego una Reconquista de ocho
siglos y por fin una expulsión
de los moriscos en el siglo XVII)…
estuvieran allí.
Moros que ya no eran los moros
de la Guerra de Marruecos
o de la Guardia de Franco, sino
moros con alfombra
como Majas con abanico o con
mantilla, como toreros
con montera y capote, como
flamencos con guitarra…
Y de la noche a la mañana
desaparecieron
como los vendedores de rosas,
como los yonquis
en las aceras y como los
cantones y como los botijos.
Uno llegó una tarde a
Castrodeza, con el calor de la canícula,
empapado en sudor. Y mi madre
le compró su alfombra
―¡Treismil treiscientas!―
que nunca nadie desenrolló jamás.
Allí estaba, en un ángulo
de una alcoba fresquísima, de
pie
casi tocando las vigas olorosas
del techo.
Esperando volar.
Eduardo Fraile
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