Era el pescadero,
el fresquero, como decían en los pueblos por donde pasaba su Citroën
dos caballos
azul plomo, lleno de cajas de
sardinas
y de chicharros dormidos entre
escamas de hielo
derritiéndose, y hojas de
helechos y ramas de perejil.
Vidal, el pescadero.
Le fuimos viendo envejecer
verano tras verano
(supongo que en los inviernos
tenía menos mérito
su lucha contra la corrupción).
El pelo
se le volvió gris, los aladares
como lomos de merluza…
a la romana (me refiero aquí al
peso,
a la balanza ancestral, no a la
preparación
culinaria). Y un día lo dejó
definitivamente,
obsoleto frente a los nuevos
furgones frigoríficos
que le sustituyeron sin
contemplaciones.
Alcancé a verle
años después en la ciudad: pez
sacado del río
(del discurrir de la corriente,
del transcurso, de la fluidez):
los ojos secos, el mirar
perdido en un tiempo anterior.
Seguro que recordaba a nuestras
madres, la parroquia
de cada pueblo, mujeres
que salían con sus mandiles
puestos al escuchar la bocina
de Vidal.
Llevará muerto muchos años.
Recordarle
es recordarme entonces, en las
aguas fresquísimas
de la niñez: no teníamos miedo
de nada. La plenitud,
la rotundidad que el verano
ponía en cada cosa
nos hacía inmortales.
Incluso los pescados del
pescadero estaban vivos
entre piedras de luz.
Eduardo Fraile
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