Las eras producían (como una
rara orogénesis) dos tipos de montañas:
parvas de paja de oro, que
destellaba al sol, y cónicos montones
de trigo anaranjado o de rubias
cebadas. Con el pasar de los días,
con el funcionamiento
implacable y exacto de los engranajes,
de las ruedas dentadas de las
trillas, iban creciendo, apuntando, ensanchándose
esas montañas mágicas de
menudísimos granos
de harina, de infinitas espigas
trituradas
por las chinas de pedernal de
los trillos concéntricos
y obsesivos, eficacísimos hasta
la demolición.
En Madrid mi infancia oscilaba
como un péndulo
de la montaña de arena a la
montaña de hierba.
(La montaña de arena era
el lugar de nuestros juegos,
nos deslizábamos desde su cima
de lija o de raspador de caja de cerillas
sobre cartones; la montaña
de hierba
servía de base de lanzamiento
para que los aeromodelistas
probaran sus prototipos.) Pero
el verano era sagrado:
Castrodeza era el reino de la
cosecha, de la mies,
del bálago que había que
acarrear de madrugada
para ser trillado en las horas
de canícula
y aparvado deprisa tras la
siesta, antes que la tormenta
de cada tarde viniera a
perfumar el aire que ensanchaba
nuestro pecho de niños,
abriéndolo, dándolo de sí…
para que nos cupiera ―quizás―
el corazón.
Eduardo Fraile
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