En todos nuestros pueblos, que ahora reflorecen en verano
y muestran algún fulgor de lo que fueron (cuando los animales y los hombres
compartían un mismo afán y una misma esperanza) se celebra copiosamente La
Asunción, apenas ya con su matiz religioso. Es la gran fiesta del verano, de la
recolección, del reencuentro de los que se fueron con los que se quedaron, que
ya son cada vez menos, cada vez más vencidos, maduros para la cosecha de la
Muerte, que suele producirse en el invierno siguiente, con los fríos y la
soledad.
Seguramente ninguno de los chicos y chicas de las nuevas
generaciones (excepto si son de Elche, quizá, donde se escenifica el
Misterio) conocen el origen de esta fiesta, qué significa, qué sucede en la
Asunción, quién, y por qué ángeles, es elevada… ni les importa. Pero como estas
páginas tratan de la etérea condición de los seres alados, fijémonos un
instante en esa escena: una mujer hermosa, con la belleza trascendida,
aumentada por el dolor de la madre que ha perdido a su hijo, pero también por
la alegría de la que va a reunirse con él, deja de pesar, de posar, y de
repente se eleva, es alzada, izada, ensalzada al Paraíso.
Si hemos amado a nuestra madre no imaginamos un cielo que
no la contenga, que no sea ella, ninguna eternidad donde ella no esté a nuestro
lado. Lo divino y lo humano son, en fin, la misma cosa. Uno la idealización de
lo otro, su imagen, su metáfora.
Eduardo Fraile
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