Madre, recuerdo aquella vez que
me cosiste,
con hilo de oro, un pantalón
vaquero: era el verano
de 1977, de mi adolescencia, de
la inseguridad
sobre mi propio cuerpo: ¿sería
yo (es decir, aquellos huesos
larguiruchos, aquellos granos
en la cara) hermoso
para alguien, para alguna de
aquellas
chicas con las que habíamos
quedado? Yo quería
gustar, no darles asco, al
menos, y era el día siguiente
(domingo por la tarde) nuestra
cita. ¿Pero a quién
de nosotros se le ocurriría
invitarlas
a una merienda? Pues en un
prado
junto al río Hontanija, hay
árboles,
hacia la mitad del camino viejo
entre Wamba
y Castrodeza, le explicaba a mi madre, que me miraba
con dulzura (¡Ay, majito!
Tú quieres ir hecho un pincel…
¡Si te vas a manchar
de verdín!), sonriéndose
para sus adentros. Tenía una
camisa
verde botella, y pensé que los
vaqueros
me quedarían mejor con
sandalias (un look
un poco indio), y decidí, en
consecuencia,
cortar los bajos y
tijeretearlos, como haciendo
unos flecos. Vas a destrozar
el pantalón,
dijiste, cómo se te ocurre,
y te conté
con no poca vergüenza mis
planes de conquista
o de caza. Vas a hacer el
ridículo,
pero a base de bien, y te debieron conmover
mi poca idea (mi equivocada
idea) de lo femenino
y de lo singular, mi timidez
entreverada
de valentía, no sé, que tu hijo
partiese
(que se aprestase a partir) con
tan menguadas armas
a la batalla de los sexos… Trae,
dijiste entonces, y lo recuerdo
ahora
para que tú me lo escuches
decir
de nuevo, te voy a coser
unos pespuntes
en pico, vas a ver…
No recuerdo sus nombres, la
delicadeza
de sus facciones, la gracia de
aquellos cuerpos núbiles
sobre la hierba. No volvimos a
vernos
en posteriores veranos. No fue
allí
donde me enamoré, pero una
de aquellas ninfas del pueblo
vecino (como diciéndome,
quizá, ′me gustas tú′) me
susurró al oído:
Cómo
mola tu pantalón…
Eduardo Fraile
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