El altísimo techo del que
pendían lámparas
de intensa pedrería, y los
suelos de mármol de Carrara
(como haciendo unas aguas de
sangre o tinta china
desleída desde el
Renacimiento). Y allí en medio, nosotros
entre el ir y venir de los
viajeros y los equipajes
locos de atar que portaban
señores con viseras
y guardapolvos amarillos. Hoy
vuelvo a sentir la angustia de
la multitud,
del tenebroso bosque de piernas
semovientes.
Hijos,
quedaos aquí mientras voy a por
un taxi…
Y allí estábamos en el centro
del vestíbulo
de la Estación del Norte
(nuestra madre
había colocado las maletas en
círculo,
como los carromatos de los
colonos del Oeste
cuando atacaban los indios),
dentro de una O que no nos protegía
de su ausencia, una O que en
realidad iba creciendo
violentamente dentro de nuestro
pecho hasta cortarnos la respiración.
Cada segundo (y esto lo sabría
mucho tiempo después)
era una espada atravesándonos.
Madre,
no nos dejes aquí (y aquí era
justo en la mitad
de la desolación), tan lejos (y
lejos era al otro lado
de la vida), solos (y solos
reflejaba el temor
de que no regresara)… ¡Pero
bobos!
¡Si he vuelto en menos de lo
que canta un gallo!
(Y mientras el taxista, con su
gorra de plato, deshacía el corral
de nuestros bultos, ella nos
abrazaba.) ¡Vamos, vamos,
que no me entere yo que habéis
llorado!
Eduardo Fraile
Qué alegría de verte por aquí, amigo Eduardo, con tus poemas y tus cosas!!!
ResponderEliminarQuerido Luis, ya sabes que no estoy muy al tanto de la modernidad, pero me encanta que nos encontremos de vez en cuando en este nuevo espacio. ¡Gracias!
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