Las eras estaban ya vacías, los
montones
de cebada y de trigo, las
parvas de paja trillada como harina
de oro, ya habían sido
recogidas en graneros, sobrados,
paneras y pajares, y sobre la
hierba aplastada
se dibujaban perfectos
círculos, rectángulos
amarillos, como si hubiesen
despegado naves extraterrestres,
los platillos volantes que
durante el verano estacionaron allí.
Y sobre esas figuras
geométricas, sobre sus áreas
pálidas y desvitalizadas
comenzaban a brotar los quitadesayunos.
Leves, delicadísimas cintas
albivioletas
como la camiseta del Real
Valladolid
asomaban aquí y allá, como
suspiros
becquerianos, como un hipo
otoñal, como pañuelos
de la melancolía. Y eran esa
metáfora de lo que nos sucedía
en el pecho, la señal del
adiós, del comienzo del curso, del regreso
a la ciudad, al otoño, al
invierno
profundo y nebuloso, a las
bufandas
de lana… Y eran también las
espadas en alto de los ángeles
echándonos del Paraíso…
Eduardo Fraile
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