Seguramente nuestros primeros libros llevan en sus
dedicatorias el nombre de nuestro primer amor. Primer amor, primer libro, dos
―las dos― expresiones, materializaciones, encarnaciones del deseo purísimo.
Cuando el enamorado es además escritor, todas las palabras vienen a rendir
pleitesía al nombre del objeto de ese amor. De hecho, quizá todas las palabras
sean en ese momento metáfora de la palabra primera, ésa, ese nombre con el que
amanece cada día nuestra conciencia de ser. Luego ya vendrán otros nombres, que
estaban ahí antes y que permanecerán después, incluso tras haberlos perdido
para siempre. Y llegará el momento, sorprendente quizá, pues nunca pensamos que
eso sucedería alguna vez, en que publicaremos libros sin dedicatoria.
Conozco, he conocido casos en que las dedicatorias son
fieles, persistentes y constantes como órbitas planetarias. Y he comprobado
también que esa perseverancia nunca ha sido correspondida por su destinataria,
que posiblemente no lea esos libros ya, si leyó alguno alguna vez. Otros
ejemplos cercanos me presentan a un padre cuya hija le fuera arrebatada y a la
que no volvió a ver desde los 4 años. Quizá ella, la posibilidad de recobrarla,
sea el único motivo por el que sigue escribiendo novelas.
¿Para quién escribimos? ¿Por qué lo hacemos? Atenuada ya
la soberbia de la juventud quizá no busquemos reconocimiento, ni siquiera
correspondencia, y hayamos comprendido ―si hemos llegado a ser quienes quisimos
ser― que nuestras obras ―nuestros frutos―, incluso si pudieran merecer alguna
aceptación, más que a nuestros propios méritos se lo deberán a aquellos en
quienes no pensamos jamás. El árbol no piensa en quién comerá sus manzanas. O
quizá sí… Y se las ofrece al Universo, a los pájaros, al aire, sin esperar a
cambio ningún premio.
Eduardo Fraile
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