Porque también hay ese verano (y es una fruta de oro que
fulge en la memoria) en que conocimos el amor. Y no nos imaginábamos que el
amor pudiera ser así. ¿Qué, quién, dónde estaba la llave que abría las puertas
del Paraíso? De repente los árboles, las ranas, el río con sus cristales de
vidriera de catedral, el Universo en suma, se nos presentaba con todos los
colores. Era como si hasta entonces lo hubiéramos visto sólo en blanco y negro.
Y casi dolía respirar de lo bien que sabía aquel aire, aquellos labios que
acababan de despegarse de los nuestros. Y el tacto de aquella piel, que era
como tocar a la vez todas las campanas del corazón.
Nuestro río era demasiado pequeño para nadar en él, como
mucho pescar algunos peces, meternos en el agua a ver si cogíamos cangrejos
levantando las piedras, o mirar a las ranas, que espejeaban sus verdes hasta el
infinito. Si volviésemos allí descubriríamos que todo sigue igual, que los
colores no han perdido nitidez, incluso el aire huele como olía ese verano,
detenido allí como en una burbuja, preservado en una urna de delgado cristal.
Hay cosas que amarillean, recuerdos a los que también llega el otoño y acaban
desprendiéndose de las ramas de los árboles. Pero ése no.
Si volviésemos allí… Hubo una llave que nos abrió la
puerta del amor, y existe otra para poder regresar. No se llama evocación, no
se llama recuerdo, con lo bella que es esta palabra, que significa volver a
pasar por el tamiz del corazón… no se llama nostalgia, ni melancolía. Hay una
entrada secreta donde volveremos a vivir de verdad (es decir, por vez primera)
aquel amor. Y se llama haber vencido los engranajes del tiempo, haber roto los
grilletes que nos encadenaban a su linealidad. Y se llama reviviscencia (es
decir, renacimiento). Y se llama resurrección.
Eduardo Fraile
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