Nosotros no hemos dicho nunca
″excavadora″,
porque la primera excavadora
que nos fue dado ver,
amarilla del todo, con algo de
animal prehistórico,
fue la quitalinderas de
Taxín, que se llamaría Tasio, Anastasio
(que significa el resucitado)
o Atanasio (inmortal),
y la trajo el tío Salus para
allanar las tierras
y que se pudieran cultivar bien
con los tractores.
Ésa es toda la historia. Yo
tenía 6 años
entonces, o sea que sería 1967
o por ahí
el año de la quitalinderas.
Nuestro primo
Quique, si no lo fuera ya, se
hizo el amo: por la noche,
aquellas noches grávidas del
final del verano
que olían tanto a paja, a río
donde croaban las ranas
y transitaban los cangrejos,
íbamos a ver aquella máquina
quieta junto a su casa. Él
llamaba a Taxín,
que estaría acabando de cenar,
y nos metíamos todos
dentro de la pala, cuyos dientes
brillaban a la luna:
Tasio, Taxín, Anastasio,
Atanasio,
de nombre griego como los
personajes de la Ilíada:
el conductor de la
quitalinderas.
Y salía
enseguida, masticando aún, para
ponerla en marcha
y subirnos en el cazo hasta
arriba. No ha habido una noria
o un carrusel, ni las montañas
rusas
modernas, que nos llenara de
entusiasmo
(que significa tener un dios
dentro de sí), de emoción semejante
a la que sentíamos allí,
tocando los tejados,
extendiendo nuestras manos de
niños hacia las estrellas.
Eduardo Fraile
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