Ya era terrible volver a la
ciudad, dejar los bordes
del Paraíso (custodiado por la
espada de fuego de unos ángeles
insobornables…) para que encima
coincidiera con las Ferias y fiestas
de San Mateo. El nuevo curso
comenzaba, con sus libros nuevos
olorosos de tinta,
sólo por las mañanas. Por las
tardes
se supone que teníamos que ir a
montarnos en los caballitos
de La Rubia. No sé qué cosa era
peor.
Sin duda ir a las Ferias,
sumirnos en un pozo
de supuesta alegría (del que
intentaban en vano sacar agua la Noria
y los carruseles) y fingir que
aquello nos gustaba
para engañar a nuestros padres.
Cómo íbamos a decirles
que una angustia impropia de
nuestra poca edad nos oprimía el corazón.
Y llorábamos
en los giros infernales de las
atracciones
del recinto ferial. En la
montaña rusa.
En los coches de choque. Menos
mal que nunca nos llevaron al circo.
Y quizá en eso consistiera el
secreto
de hacerse mayor. Quizá algún
día
pudiéramos acariciar ese dolor
como a un cachorro dócil
que nos lamiese las manos. Domar
al potro
incandescente de la sangre. El
tiempo
iría acomodándose quizás a la
cadencia
de nuestro pulso, pero hasta
entonces…
quizá no nos quedase otro
remedio
que morir.
Eduardo Fraile
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