Apenas le recuerdo, su
estatura, su hablar, su continente
reposado y tranquilo, la
cadencia
sentenciosa (como un agua ya
lenta) de sus palabras…
No sabría
decir quiénes eran sus padres, se llamaba Andrés
(vivía en las calles altas,
creo, muy cerca de la iglesia),
su edad, así como de 35 o 40,
su bondad,
porque bien se veía que era
bueno, y su voz…
Si cierro ahora los ojos le
vería alejarse
diciendo adiós con una mano, y
alcanzo a oír un timbre, una tonalidad
cálida y profunda que a veces
llega como en ondas concéntricas
y a veces se resiste a ser
asida…
Sólo su nombre apenas. Eso fue
para mí,
que entonces tenía 18 años. Eso
queda
de él en mí, y su última
imagen:
verle pasar por el trozo de
calle frente a mi portada,
una tarde de otoño. Decirme
“ahí va Andrés”,
desde el cantón donde estoy
leyendo un libro.
Y saber,
a la mañana siguiente, que las
campanas de la iglesia
de Castrodeza (creo haber dicho
ya que era del barrio alto, de esas calles
cercanas a las gradas que
ascendían al pórtico)
doblaban por él…
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